JOSÉ SALVADOR MURGUI, CRONISTA OFICIAL DE CASINOS
Hace frio, es invierno, la Covid 19, sigue viva, sigue
azotando el mundo. Los confinamientos perimetrales y las restricciones afectan
a la ciudadanía. Los que tenemos la suerte de vivir en el mundo rural, gozamos
del privilegio de abrazar la naturaleza, podemos ver como los fríos días del
invierno deja paso a una suave benignidad de días más soleados, temperaturas
que suben y bajan, contemplando los amaneceres y los atardeceres como se
prolongan cada día.
Ya estamos a mitad de febrero, el camino hacia marzo es
imparable, la primavera ya se asoma por la ventana para contemplar los vistosos
campos engalanados por la flor del almendro que escalonadamente inunda el
horizonte.
Hay destinos escondidos para los hombres, hay rutas
desconocidas de la naturaleza, hay rincones olvidados en el tiempo. La brújula
del silencio me encamina por la carretera que une Casinos, con Alcublas, hasta
llegar a la balsa que se enclava en un pequeño cruce de caminos: Los Molinos
del Siglo XVIII, la Cueva Santa, frente a otra dirección que te dirige a
Sacañet y Canales.
Dos pequeños municipios, que en realidad forman una unidad,
adornando la vertiente sur de la Sierra del Toro, y coronando el pico montañoso
bautizado con el nombre del Puerto de la Bellida que tiene aproximadamente una
elevación de mil doscientos sesenta y cinco metros sobre el nivel del mar. Es
un alto emplazamiento, en cuyas faldas muere la monumental Sierra Calderona, y
donde la altura reinante en ambos núcleos de población es de unos mil cien
metros sobre el nivel del mar.
Vas subiendo, adentrándote en la tierra, llegas en primer lugar
a Sacañet, después a Canales; encuentras un verde paisaje repleto de infinitas
variedades de vegetación propia del monte bajo, al igual que altos pinos y
carrascas, que adornan las montañas que recorres. Detectas el rugir de
intrépidos motoristas que conocen bien el entorno, que disfrutan recorriendo la
calzada con sus modernas y veloces máquinas de dos espectaculares ruedas.
Los campos están bien cultivados, se nota la mano del hombre
agricultor que conoce bien los secretos de la tierra. Los almendros son el
complemento perfecto, tanto por el color impregnado del blanco rosáceo de su
flor, como por el aroma dulzón que le dan al paisaje. Las juguetonas abejas,
dejan oír su zumbido, danzando desde los aromáticos romeros, hasta las más
altas cumbres del almendro. Las amarillentas flores de las ramificadas y
espinas aligas, ponen una nota diferente a ambos lados del camino, marcando esa
ruta que te lleva entre piedras grisáceas y ocres de los ribazos, altas cumbres
coronadas por blancas nubes, o caminos de tierra y piedra que te muestran el
esplendor de antiguas ventas situadas en aquellos derroteros donde se
construyeron los corrales de ganado y alquerías, cuyas piedras quedaron
suspendidas en el espacio.
Al parar y contemplar estas ruinas, vuelves la vista atrás,
descubres la dureza de la vida de hace muchos años, que combinada con la
felicidad y la paz de aquellos supervivientes, desvelan el contraste del ayer
al hoy. Ganados paciendo por aquellos pastos, pastores cuyas horas las marcaba
el sol; alimentos naturales, tan simples y sencillos, que sin neveras ni
frigoríficos, ni conservantes, eran consumidos de una forma repleta de
beneficios, por ir directamente del productor al consumidor.
Eran las “delicias” de otros tiempos, donde la
comunicación se oía a viva voz, los correos electrónicos, se servían en la mano
provenientes de la saca de un cartero, que a pie, en carro o bicicleta
recorría, aquellos lugares en busca del destinatario, y los diálogos
transcurrían cara a cara, mirando a los ojos del interlocutor que atendía serenamente
los avatares del tiempo.
SACAÑET: Piedras mudas, paredes blancas. Sacañet te recibe
con una trilladora, que a la entrada del pueblo te recuerda cómo se separaba el
trigo de la paja. Allí están silenciosas las zarandas o cribas que ayudaron a
aquellos hombres y mujeres a sustituir la dura hoz de segar, por la moderna
máquina que llegaría a mediados del siglo XX.
Sus rectas y blancas calles, te conducen hasta una vieja
era, me sorprende que se haya hecho caso omiso a la regla de ortografía sobre
el uso de la “H”, donde se da buena cuenta de las palabras que se
escriben con esta letra y las excepciones, recordando lo que de pequeño
aprendí, tres palabras que empiezan por <er> : Ernesto, Era, y Ermita, no
llevaban la H como primera letra. Allí encontré la calle de la Hera con la
propia era, destrozada por el paso de los años, con los rojos descoloridos
ladrillos también irreconocibles. Es otro diálogo con el tiempo, con las duras
horas de labor vividas por los agricultores en aquel lugar, que hoy se combinan
con el silencio del olvido. Ya lo cantaba Imperio Argentina, en la canción
“La Segadora Y El Carretero”: <Asómate a la ventana. Cuando
vuelvas de la siega, asómate a la ventana, que a un segador no le importa, qué
le dé el sol cara a cara
. ¡Cuando
vuelvas de la siega!>
De Sacañet aprendí que la leña sigue calentando los hogares,
que con la leña se cocina, que el silencio envuelve el tiempo que al compás del
frio mece tu frente. Una fuente con aljibe me despide, y sigo camino de
Canales.
CANALES: La farola de la Plaza del Horno, con unos azulejos
alusivos al “Ventisquero de los Frailes año 1769”, al viejo olmo, o
al Escudo del pueblo, nos recibe y nos indica que la altura sobre el nivel del
mar es de 1170, en un corto paseo llegas a la Fuente de Santa Bárbara, que está
junto a la pequeña iglesia, donde se venera por patrona, junto a San José.
Calle Andilla, Calle Horno, Calle Santa Bárbara, Calle Mayor, Calle la
Bombonera
jardines bien arreglados, casas limpias,
horizontes despejados y silencio ambiental.
Produce alegría encontrarte a algún vecino, que no dudan ni
atenderte ni en explicarte cualquier detalle sobre el transcurrir de la vida en
tan tranquilo paraje. Dos ciclistas, sentados al sol de un banco, contemplan
sobre la farola sus bicicletas compañeras de viaje, mientras alimentan sus
estómagos y reponen las quemadas fuerzas. Pido por favor, que me abran la
iglesia, y me dirigen a una casa, donde sus moradores de forma generosa y
hospitalaria, me acompañan a descubrir otros rincones de Canales.
Abren la puerta de la Iglesia, y admiro en el techo una
pintura con el escudo del pueblo con el árbol coronado, la imagen pintada de
Santa Bárbara y el rayo que pone fin a la vida de su padre Dióscoro, y en el
centro la blanca paloma, que representa el Espíritu Santo. Preside la parte
derecha del presbiterio, un guión de tela roja datado en el año 1955 con la
imagen de la patrona; todos los detalles de la iglesia muy bien cuidados,
colocados con gusto, puntillas hechas a mano, cuadros de santos e imágenes, con
un pequeño recordatorio homenaje a Pepe Milvaques, Elvira Pérez y Luis Lleó,
por su obra “Los Gozos a Santa Bárbara.”
Acabo la visita entregando un pequeño paquete de peladillas
de Casinos, a tan amables anfitriones, que dedicaron su tiempo a demostrar el
amor que tienen por su tierra. Ese amor del día de San Valentín, que es mezcla
de diálogos con el viento, compartir secretos con las piedras, vivir entre la
naturaleza, gozar de la presencia de la historia, abrazar la vida con otros ojos,
dejarte seducir por la “otra” paz, que te ofrece el mundo, la paz del
silencio, de la meditación, de convivir con la tierra, y contemplar un
horizonte repleto de caminos abiertos a la esperanza de la vida.
Solo el viento y las piedras son capaces de no murmurar, de
no increpar, de respetar y de reservar en su memoria los grandes secretos de la
historia, para devolvérnoslos con el exquisito nombre conocido por naturaleza.
Feliz y buena semana de febrero.
Fuente: https://www.elperiodicodeaqui.com