ANTONIO LUIS GALIANO PÉREZ, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
Al estar próxima la agonía del año que previamente nos ha
hecho vivir el Adviento con su calendario y regalos escondido detrás de sus
ventanas para los niños, llegamos a esos días entrañables de la Navidad,
actualmente con la presencia de un personaje venido desde las frías tierras del
Polo, sobre un trineo tirado por renos cargado de obsequios.
En la infancia de las personas de mi edad, no era así.
Esperábamos una vez iniciado el nuevo año la llegada de la Epifanía, y con ella
los Reyes Magos de Oriente. Siempre pensaba el porqué no arribaban con sus
dromedarios unos días antes, ya que una fecha después empezaba el colegio, y
apenas nos daba tiempo para jugar con los regalos que nos habían traído.
Efectivamente, los tiempos cambian, y en nuestra cultura se
han ido introduciendo cosas nuevas, con las que podremos estar o no de acuerdo.
Pero en mi caso no me parecen mal del todo estas modas, siempre y cuando no se
pierdan las costumbres anteriores heredadas de nuestros mayores. Tradiciones
que recordamos entrañablemente como parte de nuestra niñez vivida junto con
nuestros seres queridos, dentro del contexto de la Orihuela de hace más de
setenta años. En concreto: nostalgia, no como sentimiento de tristeza sino con
afecto a tiempos pasados en los que fuimos felices.
Y esa añoranza nos lleva a muchos recuerdos. Ahora no es
como antes; en la despensa hay de todo, incluso productos que en nuestra tierra
no son de temporada y que nos llegan desde otros países. Entonces, servir en la
mesa un pollo cocinado era un lujo para días señalados, en los que se reunía la
familia. Se le criaba con mimo, al igual que al pavo que era sacrificado como
un protagonista más de la Navidad. Y solía producirse un drama cuando a dicha
ave le llegaba la última hora. A veces se resistía, como en una ocasión en que
tras cortarle el cuello, el pavo salió corriendo por el pasillo de mi casa.
Ocurría algo parecido cuando los Reyes te ponían un cabritillo vivo, y al
llegar el momento en que era imposible mantenerlo en el domicilio llegaba una
persona que se lo llevaba y todo eran lágrimas y lamentos.
Pero, como otras veces he rememorado, para los niños de
aquella época las fiestas navideñas comenzaban después del sorteo del Gordo.
Recuerdo como nos llegaba desde las casas el canto de los niños de San
Ildefonso a través de aquellos aparatos de radio con muchas lámparas. En esos
momentos el ambiente de Orihuela se llenaba con la aroma de los dulces
navideños, que salía de los hornos de Pepa, Ismael o del Obispo, después de
haber sido elaborados por nuestras madres y abuelas. Mis padres, la noche
anterior habían terminado de montar el belén, con una montaña fabricada con
papel, engrudo y pintura y un río realizado con papel de plata cubierto con un
cristal. Allí había de todo: figuras de pastores, ovejas, dromedarios, pollos,
patos y palomas, los Reyes a caballos y sus pajes con los dromedarios que aún
conservo, la posada, la anunciación a los pastores y el Niño Jesús en una cuna
de mimbre. Entre todas las figuras me gustaba la de un pastor, intentado
levantar a un borrico que se había caído con sus alforjas cargadas de manzanas,
al cual llamaba Jusepe por su analogía con el personaje de «Los pastores de
Belén», que en los días de Navidad se representaban en los teatros del Oratorio
Festivo y del Círculo Católico.
Ya de vacaciones, era un ritual la visita a los belenes que
se instalaban en el Asilo, las Salesas, Capuchinos, San Francisco y algunas
iglesias. Pasábamos parte de la tarde en el Paseo y la Glorieta jugando al
marro, a píndola o a policías y ladrones. En la mañana del día de Nochebuena se
celebraba el mercado navideño con la «recoba», y por fin la cena con toda la
familia en el taller de la sastrería de mi abuela María y de mis tíos Luis y
Jesús, que noches antes habían velado para terminar los trajes que les
encargaban para estrenarlos el primer día de Navidad.
Cena espléndida en la que no faltaban los mantecados, las
toñas «escaldás», los almendrados, los polvorones y los turrones. Después toda
la familia íbamos a la Iglesia de San Juan para oír la Misa del Gallo. Un año
me vistieron de monaguillo, para portar la bandeja de las limosnas que se
recogían al dar el beso en el pie a la imagen del Niño Jesús. Pero con tan mala
fortuna que se me cayó la dichosa bandeja y tuve que recoger aquellas monedas
de «perro gordo» y «perra chica», de diez y cinco céntimos, que llevaban un
jinete armado con una lanza.
El primer día de Navidad se volvía a repetir el comensalismo
familiar, y mi padre como veterinario tenía que almorzar rápido para ir a la
Plaza de Toros, en la que se celebraba el primer festejo taurino de la temporada
en toda España, que solía terminar con un sorteo de regalos, entre ellos, algún
novillo o una máquina de coser. Antes de comer era obligado, tras dar las
Felices Pascuas a los mayores que se nos entregaran el aguinaldo, que era
frecuente con una peseta y en caso excepcional «un duro» o cinco pesetas. Luego
dos días más de fiesta, y en sus tardes al cine del Oratorio, hasta llegar al
28 de diciembre con las «inocentes inocentadas» o «los inocentes pagan».
Después se cerraba el año con la Nochevieja en familia, siguiendo las doce
campanadas del reloj de la Puerta del Sol de Madrid, a través de Radio Nacional
de España, en la que se daba comienzo el año con un pasodoble.
Todo ello lo recordamos con nostalgia y con la alegría de
haberlo disfrutado con seres queridos, recordando aquellos villancicos como
«Campana sobre campana», que sigue tañendo en nuestro corazón. Feliz Navidad y
próspero Año Nuevo.
Fuente: https://www.informacion.es