FRANCISCO PÉREZ PUCHE, CRONISTA OFICIAL DE VALENCIA
Se imaginan una norma, estatal o autonómica, que obligara a llevar sombrero, zapato de tacón o corbata de lazo? Sería imposible aceptarla; iría contra todos los derechos consagrados. Sin embargo, ahí estamos, disciplinados y prudentes, con nuestra mascarilla a cuestas: millones de personas la hemos aceptado de manera sensata.
Casi todo lo que ha venido a cambiar la vida de los humanos se ha colado por la ventana del miedo, impulsado por gobiernos desconcertados que no sabían a qué herramientas jurídicas acogerse, aunque en última instancia se veían abocados a los estados de alarma y excepción, previstos en las respectivas constituciones para los casos de invasiones, guerras o revoluciones. Nuestra normativa sí contemplaba las crisis sanitarias, y a ello se acogió el Gobierno para aplicar un estado de alarma que caducará el 9 de mayo… sin que esté nada claro cómo se articulará el futuro desde el día siguiente.
De algún modo, esta epidemia ha sido -y sigue siendo- como una invasión de marcianos. Los textos legales no habían podido ni imaginarla. De ahí la situación de remiendos y adaptaciones que hemos visto en muchos países, y el evidente descontrol en la gestión de una pandemia que en España fue abordada primero por el Estado con mano firme, pero después fue dejada al albur de las diecisiete autonomías. ¿Qué es más adecuado para manejar el futuro: la igualdad de normas o la aceptación de que el problema no puede ser tratado igual en Madrid que en la paradisíaca isla del Hierro?
Muy pocos países se han tomado la molestia de revisar su legislación para adaptarla a la nueva realidad de un virus invasivo de carácter mundial. Incluso la previsora Alemania, que tenía leyes sanitarias muy válidas para el caso, pugna a la hora de corregir sus normas con el fin de dar más poder al Estado frente a las regiones.
Lo que sí es de lamentar es comprobar cómo, a los quince meses de la pandemia, España no se ha visto favorecido por un clima político capaz de modificar la legislación sanitaria en vigor. Pablo Casado, desde el PP, ha pedido varias veces que se abordara la cuestión con el fin de no tener que depender de estados de alarma encadenados; pero no ha tenido eco en el Gobierno. De ese modo, la sensación de tiempo perdido en el legislativo es uno de los aspectos más deprimentes de la gestión de la pandemia. El Congreso, del que podía haber salido una reforma constitucional si hubiera hecho falta, ha empleado esos quince meses en debates huecos, pero no ha puesto al día la legislación sanitaria, como debería haber hecho. Igual ocurre con las relaciones entre el Estado y las autonomías, un asunto que se considera intocable, con y sin epidemias.
Fuente: https://www.lasprovincias.es