HENRI BOUCHÉ, CRONISTA OFICIAL DE BORRIOL
Dice un antiguo proverbio chino: «Un pájaro no canta porque tenga una respuesta; canta porque tiene una canción». (Ejemplo prestado del profesor Muñoz Redón). Tan escueta aseveración entraña un buen recurso que convendría tener en cuenta quien se dirige con frecuencia al público. Y añade José Antonio Marina: «La inteligencia no es un engañoso sistema de respuestas, sino un incansable sistema de preguntas».
El arte de preguntar es, en cierta manera, más fácil que el de responder; hoy –y antes también– con demasiada frecuencia oímos debates o reuniones tertulianas –no comparar ambas– en los que las preguntas se amontonan y las respuestas brillan por su ausencia o se desvían al espectador en un mar de confusiones. O es que, a veces, igualmente, el pájaro tiene una canción, original o aprendida, y no una respuesta y así no se sale del guion. Y, en otras ocasiones, es como repetía el filósofo Wittgenstein, de aquello de lo que no hay que hablar lo mejor es callarse. Silencio. Aviso para navegantes. Naturalmente, ni todos los debates son así ni puede generalizarse la cuestión.
Otras veces, el preguntón intenta asustar al contertulio: ¿qué pasó ayer en Palma de Mallorca entre las siete y las ocho? La respuesta, desconcertante también, es muy simple: una hora (es lo que llaman «pregunta gaseosa»). O esta otra: ¿qué es lo que sube y no baja, pero tampoco se mueve? La escalera, claro.
Esto parece lo que los lógicos llaman erotemas o los demás, preguntas retóricas, que en el discurso adquieren formas sofisticadas y con mayor interés político o social. De ello se deduce que la pregunta debe ser clara, precisa y ética; lo demás, entretenimiento y pérdida de tiempo en debates y tertulias. ¿Está de acuerdo, lector/a?