FRANCISCO PÉREZ PUCHE, CRONISTA OFICIAL DE VALENCIA
Nos hemos dado cita en la puerta de los Hierros de la Catedral, porque es un día clave en el calendario de la Iglesia: además de ser San Valentín, el Día de los Enamorados, es Miércoles de Ceniza, el día en que comienza la Cuaresma, el periodo de 40 días que lleva hasta los días de Semana Santa y la Pascua de Resurrección.
Ambas celebraciones, la pagana y la religiosa, están unidas en la historia social cristiana y europea. Pero vamos a ir primero, a la celebración religiosa, que explica la pagana.
Vamos a ir, antes que nada, al cine… para ver una película memorable: “El nombre de la Rosa”. En la que vamos a recordar la figura de un monje enorme y jorobado, con solo un diente en la boca, que se llamaba Salvatore de Monferrate. ¿Os acordáis de él?
Penitenciágite, penitenciágite! Vide cuando draco venturus est a rodegarla el alma tuya! Penitenciágite! La mortz est super nos…”
Ron Perlman, un gran actor inglés, compuso este impresionante personaje de Umberto Eco, terrorífico en su día. Y en la película, si recordáis, era Sean Connery, Guillermo de Baskerville, el que explicaba que Salvatore hablaba todas las lenguas juntas y ninguna. Pero el suyo era un modelo de las llamadas al arrepentimiento y la penitencia medievales, entonces muy duras y truculentas, que hoy evocamos a las puertas de la Catedral para encontrar el simbolismo del día.
En el Génesis podemos leer un versículo clarificador: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás”.
Esta última parte es la que se emplea en el ceremonial de la imposición de las cenizas en la frente que la Iglesia utiliza hoy como símbolo de penitencia y preparación de la cuaresma. La realidad de la vida y la muerte se impone y el polvo, la ceniza, se convierte en un símbolo de esa aceptación resignada. Aunque también da la esperanza: pasados los 40 días penitenciales, los de preparación espiritual, tendremos la alegría de la Resurrección en la Pascua.
El origen hay que buscarlo en el Siglo IV nada menos. Cuando la Iglesia estableció que la Pascua, a celebrar en domingo, debía estar precedida de 40 días de ayuno y preparación, que arrancarían en un Miércoles penitencial. Ese miércoles podía moverse en el calendario entre el 4 de febrero y el 10 de marzo, como la Pascua misma. Todo se fija para que el Jueves Santo coincida con una luna llena. A partir de ese calendario, y de la abstinencia de comer carne, es como se producen, en todo el mundo cristiano, dos hechos sustanciales: el primero es cómo llevar pescado hasta la mesa en los días en que no se podía comer carne. El segundo es la aparición de les Carnestoltes, el Carnaval, como días de atracón de carne y de desenfreno.
Hacer llegar pescado fresco a Castilla, por ejemplo, o a Requena mismo, era una tarea casi imposible. De modo que lo que se hacía era salar el pescado, cosa que ya hacían los romanos de maravilla. Esa demanda de pescado salado, en toda la cristiandad, es la que hizo posible que en la Europa del Norte hubiera grandes flotas de pesca que iban, y siguen yendo, hasta Terranova, en Canadá, en busca del fletán y el bacalao, pescado este último que se seca y se sala. Y que los cristianos del sur consumían en los días de abstinencia.
Quien haya ido a Bergen, Noruega, habrá visto la potencia pesquera de ese puerto. Quien haya ido a Hamburgo, habrá oído hablar de la Hansa, el consorcio comercial de ciudades europeas, que tenían consagrado gran parte de su comercio al pescado conservado en sal. Quien haya ido a Salzburgo, sabrá que la riqueza de esta ciudad, como otras de Europa, solo se entiende a partir de sus minas de sal.
Y quien haya ido al Saler entenderá por qué se llama así y por qué la Albufera, de aguas saladas hasta el siglo XVII, tenía salinas. Pero, esa es otra historia. Lo importante aquí es ver que los empeños de los reyes españoles por mantener a toda costa Flandes, y otras posesiones europeas, se deben a la necesidad de garantizar las grandes rutas comerciales. El bacalao, hasta hace bien poco, ha sido el gran soporte de la cocina de Cuaresma.
Pero el Carnaval y la fiesta vienen un poquito antes de la ceniza penitencial. Eso es, como se dice en Castilla y algunas partes de Europa, el Martes Lardero. O sea, el Martes del Tocino y la Grasa. Una fiesta de despedida de los días buenos en que se puede consumir carne, en prevención del ayuno y la abstinencia que vendrá después.
Una fiesta que, además, se engancha a otro ritual de origen pagano: voy a disfrazarme, voy a ponerme una máscara, para conseguir el anonimato y lanzarme a la calle en busca del desenfreno. Conquistar la calle es tener el poder, aunque sea fugazmente. Y el disfraz, la chirigota, lo hizo posible en esos días de ritual carnavalesco.
En 1296, nada menos, el dux de Venecia decretó que el martes anterior al miércoles de Ceniza fuera festivo. Para permitir al pueblo una especia de “desparrame”, una jarana donde no había poder ni orden. Es el origen del Carnaval veneciano que se convirtió en fiesta elegante y culta y que todos hemos copiado, más o menos. Arlequín, Colombina, Pierrot, los criados… son personajes tomados de la antigua Comedia del Arte; es el pueblo que se divierte, hace bromas, se burla de los nobles y los ricos… lo subvierte todo durante las horas fugaces del Carnaval.
Pero todo no era tan rígido en Cuaresma. Las bulas permitían evitar el ayuno. Había días de ayuno (de comer poco y a ciertas horas) y días de abstinencia, donde el menú no podía contener carne y daba paso al bacalao. Pero también había excepciones, llamadas bulas. Si comprabas una bula en la Iglesia, estabas exento. De ahí que el abuso eclesiástico de esas bulas, la compraventa de bulas por millares, fuera considerada vergonzosa por sectores de la Iglesia austeros y contrarios a esos manejos. En ese defecto del abuso comercial de las bulas hay que buscar uno de los orígenes de la “protesta” de los Protestantes. Fue una de las causas, no la única, de la separación que esgrimió Lutero en el siglo XVI, otro capítulo fundamental de la historia del mundo.
El tocino contra el bacalao. Don Carnal y doña Cuaresma. En el siglo XIV, el arcipreste de Hita ya incluyó, en “El Libro de Buen Amor”, esa simbólica lucha de los dos personajes: Don Carnal y doña Cuaresma. El que quiere zampar longanizas y el que hace penitencia. Porque el ser humano tiene dos caras: la más seria y la más libertina, la ahorradora y la que derrocha, la que quiere disfrutar de los placeres, y la que se contiene con prudencia. De esos dos ingredientes está hecha gran parte de la literatura, el teatro, el cine y las bellas artes. De esos dos ingredientes se compone la vida.
Y el calendario es el que hace que se den la mano ahora mismo, ayer y hoy. A las puertas de la Catedral, donde el obispo da la ceniza a los fieles y donde los valencianos celebramos la Resurrección con cohetes y palomas.
Fuente: https://cadenaser.com