
FRANCISCO PÉREZ PUCHE, CRONISTA OFICIAL DE VALENCIA
Se le puede imaginar un rostro ascético, inflamado por la fe; se le puede pintar, o modelar, delgado tras las largas caminatas, sereno y pensativo, o turbado por el peso de los pecados del mundo. Pero la realidad es que, aunque le seguían multitudes y era recibido en palacios, nadie tuvo la ocurrencia de dibujar, pintar o esculpir un retrato del predicador San Vicente Ferrer. Docenas de artistas, con el paso de los siglos, nos han dejado imágenes del santo; y han configurado un arquetipo sobre él. Sin embargo, entre miles de imágenes y estampas, solo hay una pequeña iglesia, en una ciudad francesa, que puede afirmar, y afirma, que tiene su primer retrato: el que fue labrado por alguien que lo vio en persona.
Hay que ir a Vannes, en la Bretaña francesa, donde el santo murió en 1419, y donde está enterrado. Hay que ir a la bahía de Morbiham, al Port Blanc, y tomar un pequeño barco turístico para llegar, en diez minutos, hasta la Isla de los Monjes (Ile-aux-Moines) una de las que pueblan la bahía, famosa por los criaderos de ostras. Ya en la isla, hay que caminar hasta la parroquia, dedicada a San Miguel. Allí, destacado, a la izquierda del presbiterio, vamos a encontrar el busto, labrado en madera, oscuro de tantas restauraciones y barnices, de San Vicente Ferrer. El que representa su vera efigie.
La guía oficial del templo lo explica. «El busto fue esculpido por un burgués de Vannes que, 36 años después de su muerte (del santo) quiso fijar los rasgos que conservaba en su memoria». «Es la primera y la más antigua imagen de San Vicente Ferrer», afirman. Una escultura que figuró cerca de su tumba desde 1455 -el año de su canonización por el papa valenciano Calixto III- en el coro de la catedral románica de Vannes.
Un reportaje del periodista, viajero y gastrónomo Dionisio Pérez (1871-1935), publicado en nuestras páginas en el año 1927, nos ha dado la primera pista. Desde ese trabajo, cargado de muchos datos curiosos, se pueden rastrear los avatares de un enterramiento que los valencianos siempre hemos tenido en el catálogo de las asignaturas pendientes. Los estudios de los valencianos Ernesto Martínez Ferrando y José Sanchis Sivera, así como los de otros expertos franceses, ayudan a jalonar los muchos cambios -quizá habría que decir tumbos- que los restos del santo, y sus reliquias, han dado durante cinco siglos largos. Porque San Vicente fue enterrado en el coro de la catedral de San Pedro de Vannes, en una cripta-pasadizo que daba al transepto del templo, para favorecer el contacto con los fieles. Que, desde su muerte, primero, y luego desde su canonización, acudían atraídos por la devoción, los milagros y la eficaz protección que el santo ejercía contra la peste.
La noticia de la canonización trajo mejoras en la capilla dedicada al santo. Rodeada de exvotos, allí estuvo la escultura hecha desde la memoria de un artista desconocido. Los dominicos pleitearon por los restos del santo contra el clero de Vannes, protegido por los duques de Bretaña; su devoción era una buena fuente de ingresos y también un baluarte político para el ducado. La cabeza y los hombros del santo se presentaban en una urna y el resto de las reliquias, en otra. Pero todo eso se alteró cuando las tropas de Felipe II tomaron la plaza de Vannes (1596) y empezó a correr el rumor de que San Vicente, ya convertido en un claro emblema bretón, podía ser trasladado a España y a su ciudad natal, Valencia.
Escondieron en la sacristía a San Vicente Ferrer y dice el viajero Dionisio Pérez que, en 1636, cuando Dubuisson fue a ver los restos para redactar una descripción culta de los bienes artísticos de la Bretaña, no había forma de encontrarlos, de discreto que era el lugar del escondite. En 1658, dieron a San Vicente un nuevo emplazamiento y la «estatua de madera fue relegada a una capilla», nos dice la guía de la Isla de los Monjes. Los estudios valencianos fechan la gran reforma de la sepultura en 1777, dato más lógico porque encaja con la reclamación que una dama noble, propietaria a la sazón de la isla, hizo al cabildo sobre la cuestión.
En efecto, Jeanne Suzzane Touzée de Grandisle pidió el busto del santo, los capitulares accedieron en 1780 y desde entonces está en la parroquia insular. Donde también vivió, como la iglesia misma, períodos de esplendor… y de abandono en un almacén. La parroquia de Ile-aux-Moines, pongamos fechas, es neo-románica, se construyó en 1802 y ha sido restaurada tres veces, la última en 1931. En la reforma de 1902 es cuando la efigie de nuestro San Vicente Ferrer fue instalada en un lugar de honor para la veneración de todos los bretones.
Todo indica, y son varios los testimonios coincidentes, que fue el historiador Pierre Henri Fages quien, en 1883, redescubrió el famoso busto medio abandonado en la parroquia de la isla y puso en valor no ya su autenticidad sino la fidelidad del rostro al canon establecido por quienes describieron el aspecto del santo. Fages, había ido a documentarse para la gran biografía en dos tomos que publicó en 1902 sobre el santo valenciano y sus predicaciones; se trata de un libro clave, editado en Valencia en 1903, con traducción de Antonio Polo de Bernabé.
Fuente: https://www.lasprovincias.es