FRANCISCO SALA ANIORTE, CRONISTA OFICIAL DE TORREVIEJA
En el siglo XIX, el político Eleuterio Maisonave, fiel observante de la tradición alicantina, se trajo desde Madrid al conocido poeta y autor dramático Marcos Zapata, que era de Zaragoza, para que comiera nuestra mona. El insigne autor, que a más de ser inspirado poeta era hombre de sutil ingenio, cautivó a los comensales e hizo honor a la apetitosa merienda; pero no cesaba de preguntar, cuando sacaban la mona. En el instante preciso hizo su aparición una, monumental, adornada con doce huevos, lustrosa, azucarada y estallante en fuerza de la bondad y riqueza de sus componentes. -¿Es esto la mona?- dijo asombrado Zapata; ¿pero si a esto, en mi tierra, le llamarían mico! No vamos a entrar en si la mona de Pascua es de origen catalán, murciano, valenciano o alicantino, sino simplemente en recordar este dulce que tantas delicias ha hecho en muchas generaciones de torrevejenses.
Según el folklorista Juan Amades, se hace creer a los niños que durante los días santos las campanas van a Roma y que por ello no doblan. A su retorno traen regalos a los niños obedientes y son estos huevos que, escondidos entre la hierba de los campos, descubren los niños con el consiguiente alborozo. El huevo a través de la mayoría de las teologías, es considerado como el símbolo de la fecundidad y de la vida, y puede considerarse su ofrecimiento a los niños por parte de sus padrinos –generalmente los abuelos en nuestras latitudes- como la representación ritual de la primavera renacida tras el invierno.
Algunos autores opinan que el origen de la palabra «mona» viene determinado por la palabra árabe «muna», que significa provisión de víveres y que es el obsequio que hacen al sultán en la Pascua mora –muy alejada en el calendario de la nuestra- sus magnates y aún sus siervos más humildes y que consiste en regalos, especialmente en delicados manjares y dulces. Se dice que los árabes tomaron esta palabra de los romanos, que llamaban «muna» a un tipo especial de torta o pastel.
En Alberique éste dulce anda rodeado de una leyenda que la gente remonta al tiempo de los árabes, cuando la reina dejó de comer a causa de una desconocida enfermedad, el rey ofreció la Muntanyeta a los campesinos, si alguien le devolvía el apetito. Dicen que una anciana apodada la Mona elaboró un pan con la más pura de las harinas, los huevos más frescos, el azúcar más refinado y el aceite y la levadura más selectos. Al pan lo llamó «pit de sultana» porque era moreno, ligeramente redondeado y «llustrós sense llesca». El pan consiguió sanar a la reina y terminó conociéndose por panquemado y mona.
En Torrevieja encontramos las noticias escritas más antiguas referentes a la mona, que se tenía por costumbre tomarse los días festivos de Pascua de Resurrección; en el semanario torrevejense «El Pueblo» en 1913 aparece publicado el siguiente artículo:
«Tenemos una suerte con tener esta costumbre tan pintoresca tan agradable. Porque, quien no sepa los que es un día de “mona” no sabe lo que es cosa buena. Salir al campo todos y allí merendar. -¡Vaya una gracia!- dirán algunos. Pues sí, señores; no hay una gracia mejor. El Carnaval es un cortejo fúnebre en comparación de la alegría que tienen estos días de Pascua. Y el mismo día de Navidad con sus panderetas y sus zambombas es un día de luto al lado de este día. Ahora bien; no todo el monte es orégano. Comerse la “mona” es cosa fácil; pero comérsela bien y a gusto, no es tan fácil como parece.
Yo sé que hay muchas personillas que se encuentran con tres o cuatro “monas” y no saben lo que hacer con ellas. Porque, comérselas, es lo de menos. ¿Qué hace uno con una “mona” mano a mano, si no tiene siquiera con quien compartir la alegría? Y la alegría no es cosa que se comparte tan fácilmente. Saldremos todos al campo, unos por levante y otros por poniente pero, ¿encontraremos todos ese lugar imaginario tan lleno de encanto como otras veces? ¿Ese lugar donde fuimos felices un momento, acaso tal día como hoy? ¡Ay! El lugar sí; lo demás… ¿quién sabe? Si esta tarde no encontramos toda la dicha soñada, tal vez dentro de un año echemos de menos la incompleta dicha de esta tarde.
¡Oh, dichosos días! No hay Pascuas más alegres. La alegría loca del Carnaval está encerrada en la jaula de los salones y desfigurada con las caretas; pero la alegría de hoy, retozona y franca, juguetona y libre, se desborda a borbotones. Niñas, al campo; que en casa la ‘mona’ parece pan, y en el campo es gloria».
La mona da nombre a estas regocijantes meriendas campestres con las que se festeja el retorno de la primavera, consumiendo todo género de viandas transportables, como tortillas, fritos de pollo o conejo, jamón, embutidos, habas tiernas…, reservándose para el final, cuando el apetito está saciado, la mona.
La mona se puede adquirir en infinidad de bollerías, pastelerías y confiterías, pero, por si en casa de algún lector se sienten con ánimos para elaborarlas, o, cuando menos, para que la posteridad no se quiebre los cascos en averiguación de lo que fuera la mona, y no se vea privada nuestra descendencia de saborear el ancestral producto gastronómico, quedan aquí consignada una de sus variadas recetas:
Tres kilos de harina de fuerza; un kilo y medio de levadura de igual clase; kilo y cuarto, de azúcar; medio litro de aceite; docena y media de huevos; medio litro de leche, el zumo de tres naranjas y raspadura de limón. Con estos componentes, si se sabe amasar, saldrán unas monas deliciosas; si no, mejor que no lo intente. Cuando la masa está buena –alrededor de treinta y seis horas, hace falta- se moldea en forma de lanzadera, poniendo en el centro un huevo cocido que se aprisiona con dos tiritas de masa cruzadas; en bollos, y en roscas o rollos, a los que también se les hincan huevos, en cuyo caso, aunque solo sea en el aspecto, guardan semejanza con los hornazos de otras partes.
¡Feliz Pascua de Resurrección!
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