«Hola Israel. Gracias por tu carta, pero he de ser sincera.
En absoluto nos gusta salir en los medios de comunicación. Nos gusta vivir
nuestra vida en la alegría de la fe, en el silencio de la escucha y en la vida
fraterna de la comunidad. En ese vivir fecundo sin hacer ruido está la plenitud
de nuestra comunicación con la humanidad», advierte sor Pilar, a modo de
disculpa, tras varios días de mensajes intentando que las doce monjas dominicas
de clausura del Monasterio de la Santísima Trinidad, en Orihuela, nos abran sus
puertas por un día para mostrar al mundo una vida de renuncia y entrega a Dios
que pocos entienden hoy.
La madre priora insiste: «No importa que no se nos conozca».
El día de nuestra llegada, sor María Luisa, una de las dos religiosas
argentinas que vive en este monasterio de finales del siglo XVI, asegura que
«nunca se han concedido entrevistas ni dejado entrar a periodistas, pues el
objetivo es vivir en la intimidad con la única compañía del Señor». Ambas
forman parte de las 9.200 mujeres y hombres dedicados a la vida contemplativa
en España, según los últimos datos de la Conferencia Episcopal Española. El número,
sin embargo, desciende paulatinamente desde hace años. En 2003, de los 3.600
monasterios femeninos de clausura que había en el mundo, 907 eran españoles.
Hoy quedan 689, más 66 masculinos, cuyo estilo de vida es un misterio para la
mayoría.
Sor María Luisa, de 62 años, llegó a Orihuela hace 15 desde
otro monasterio dominico en Catamarca, a mil kilómetros de Buenos Aires.
Todavía recuerda con una sonrisa el día que le dijo a su padre, en Tucumán, que
quería ser monja de clausura. Tenía 21 años y él respondió: «Pero hija, ¿de
esas que no saben hacer nada?». Sin embargo, al pasear por el claustro, rodeado
de un silencio interrumpido únicamente por el timbre de la tienda de dulces con
la que esta pequeña congregación consigue ser autosuficiente, uno pronto se
percata de que dentro de sus muros no todo es contemplación. Hay mucho trabajo.
Las hermanas tienen que cultivar en su huerto las frutas y
hortalizas que necesitan para elaborar las toñas, mantecados y almendrados que
venden, gestionar el comercio, arreglar sus hábitos para que duren «20 o 25
años», encargarse de las reparaciones del edificio, cocinar y realizar todos
los papeleos para estar al corriente con Hacienda y el Gobierno, como si fueran
una pequeña empresa. «Suelen vernos como una carga para la sociedad y creen que
recibimos un sueldo del Gobierno o subvenciones públicas, pero no. Todo nuestro
dinero procede de nuestro trabajo y lo metemos en una bolsa para los gastos
comunes. Si mañana quisiera ir a Argentina a ver a mi familia, no tendría ni un
euro», revela sor María Luisa.
Desde 1602
Estas doce monjas son las últimas representantes de las
primeras dominicas que llegaron a Orihuela, procedentes de Valencia, el 31 de
julio de 1602. Cuenta a ABC ANTONIO GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
de esta localidad, que se instalaron en la casa que antes habían ocupado las
beatas de Santa Lucía. Con el dinero que sacaron de su trabajo, adquirieron
algunas propiedades colindantes y comenzaron a construir el Convento de Santa
Lucía, cuyas obras se prolongaron durante 144 años. Allí vivieron en paz, un
siglo tras otro, hasta que estalló la Guerra Civil y el edificio fue incautado.
GALIANO explica que fue el único convento de Orihuela
que se incendió en el conflicto, «tras llegar a un acuerdo con los más
violentos para que tuvieran algo que destruir a principios de septiembre de
1936». EL CRONISTA encontró un testimonio que así lo confirmaba. Una
entrevista que el fundador local de la CNT, Ramón Pérez, concedió a la revista
‘Canfali’ en 1981: «Fue una concesión forzosa a los elementos más radicales
que, al igual que en el resto de España, estaban ansiosos por empuñar la tea
purificadora. Optaron por este porque era el más deteriorado y se estaba
cayendo».
Las religiosas salieron ilesas porque alguien las avisó y,
rápidamente, escondieron las imágenes y otros objetos de valor de la
congregación en las casas particulares donde ellas mismas fueron acogidas por
seguridad. Algunas paredes del convento sobrevivieron a las llamas, pero los
milicianos las dinamitaron después para evitar que las monjas reconstruyeran el
inmueble. Y, a continuación, realizaron su última peregrinación: «Convivieron
un tiempo con las monjas de la Iglesia de la Merced, se mudaron después a la
fábrica de la luz y, finalmente, se trasladaron al actual monasterio de la
Santísima Trinidad, donde yo las he conocido toda mi vida», explica GALIANO frente
a este edificio del siglo XVI.
«La llave está por dentro»
La monja más joven, sor Begoña, de 46 años, va de un sitio a
otro mientras atiende a los clientes en el mes del año que más dulces venden.
Es una de las que más sentido del humor tiene. «No os penséis que todas son
así», comenta entre risas tras responder dos veces al teléfono móvil en menos
de dos minutos. Unos metros más allá, sentada junto a sor María Luisa en el
claustro, está sor Ángeles, de 84 años, que ingresó en el convento dominico de
Albarracín en 1956 antes de llegar a Orihuela en 1981. Fue la anterior priora y
la responsable de ofrecer a las hermanas la posibilidad de asistir a clase de
Teología una vez por semana en el Colegio Santo Domingo, el mismo en el que
estudió Miguel Hernández. Tres de ellas aceptaron.
«La gente piensa que nos aburrimos y que estamos deseando
salir, pero… ¡No! No nos interesa para nada. La llave está por dentro y la
podemos usar cuando queramos, pero no echamos de menos nada de fuera. Nuestro
mundo es chiquitito, pero nos gusta porque queremos vivir aquí amando a Dios», justifica
sor María Luisa.
Sor Ángeles susurra un par de veces que prefiere no hablar
demasiado. «No nos fiamos mucho de los periodistas, con perdón, a veces
exageran», bromea. A continuación, sin embargo, se suelta: «Al principio me dio
mucho miedo hacerme monja de clausura, porque en mi época no se podía salir. El
médico venía al convento y, si me llamaba mi madre, no podía contestar al
teléfono. La priora cogía el recado y me lo daba. A pesar de eso, solo dudé una
vez, cuando me mandaron de joven a hacer un trabajo fuera y, nada más poner el
pie en la calle… ¡se me fue la duda! Me duró un día. He querido ser monja
contemplativa desde que tengo uso de razón. Tomé la decisión con 17 años y
ahora soy la persona más feliz del mundo».
Hablar lo mínimo
Sor Ángeles asegura también que nunca le ha costado llevar
esta vida que comienza cada mañana a las 5.45 y acaba a medianoche, con cinco
horas de oración al día en la que sigue un orden prácticamente inalterable.
Empiezan con el ‘Laudes’ durante 30 minutos en los que piden por toda la
humanidad. Continúan con otros 45 minutos rezando en silencio para preparar la
eucaristía, que celebran luego todas juntas durante 30 minutos o una hora más.
Siguen con un rezo de cuarto de hora en la intimidad por la acción de gracias y
lo que llaman una ‘hora intermedia’. Entonces desayunan en silencio y se ponen
a trabajar hasta las 13.45.
Antes de comer rezan el rosario y otra hora llamada ‘Sexta’.
A las 15.15, después del almuerzo y un pequeño momento de ocio, vuelven a la
oración con la ‘Nona’. Por la tarde tienen dos horas dedicadas al estudio, la
lectura espiritual o la oración personal y, a las 19.00, rezan la oración de
‘Vísperas’ y tres cuartos de hora más de adoración al santísimo. Seguidamente
comienzan el ‘Oficio de Lecturas’ y, para terminar, la oración de ‘Completas’,
que incluye un examen de conciencia en silencio. Solo entonces cenan, comparten
un rato de ocio y se retiran a dormir para empezar de nuevo al día siguiente.
El domingo, eso sí, se levantan media hora más tarde.
«La gente nos ve como personas aisladas del mundo, pero la
monja lleva todas sus necesidades e inquietudes dentro de ella. Por eso
hablamos lo menos posible entre nosotras, solo lo necesario para trabajar. La
idea es mantener ese silencio para centrarnos en nuestro mundo interior y no
nos pesa», subraya sor María Luisa. Confiesa también que, de joven, se enamoró
de Santo Domingo de Guzmán antes que de Dios por crear la Orden de los
Predicadores, en 1216, con once mujeres pobres y herejes. «Fue algo
revolucionario», apunta. Y explica emocionada el sistema totalmente democrático
que estableció para que cada comunidad dominica eligiera a su prior cada tres
años, mediante voto secreto, para que nadie se perpetuara en el poder, como
hacen ellas todavía hoy.
¿Creen que morirán en este convento? «Yo creo que sí. Ya
tengo muchos años y no tengo ganas de salir», responde rápido sor Ángeles. Sor
María Luisa añade: «No nos asusta la idea de la muerte, porque nuestro anhelo
es llegar al cielo y ver a Dios». Y, sin poder reprimirse, sor Ángeles suelta
con una sonrisa: «¡En cuanto lo vea me lanzo al cuello a darle un abrazo!».
Fuente: http://noticiasjovenes.es