ANTONIO GASCÓ, CRONISTA OFICIAL DE CASTELLÓ
Adoro Roma. Por razones de ejercer como catedrático en la asignatura de Historia del Arte, era frecuente programar excursiones a la histórica urbe. Hace cosa de cinco o seis días, yendo a la farmacia, me encontré con un exalumno, que me recordó, con entusiasmo, como reseña de sus recuerdos, el viaje de su final de Bachillerato. Curiosamente, no me hizo referencia a los grandes monumentos y obras de arte, que embellecen y glorían la urbe, sino de las fuentes públicas. Es decir las conocidas como nasone en atención a que los arcaduces de agua, tienen una forma que recuerda a las narices aguileñas. Me hizo recordar que, precisamente yo, en una tarde de principios de julio, ya calurosa, invité a la muchachada estudiantil a la que servía de cicerone, a beber de uno de estos pilones. Es sabido que los bebederos de las stradas de Roma, fluyen las 24 horas del día, pues el tubo no tiene manija para cerrarlas como los grifos convencionales del hogar o de las calles y plazas españolas.
La altura del cilindro vendría a tener unos 110 centímetros, y el caño del agua, arrancaba de su mitad. No se hicieron repetir los alumnos la invitación. Todos tenían sed y se agacharon a la altura del brocal para beber. Su sorpresa fue que cuando yo hice lo propio, no tuve que agacharme. Muy al contrario. Tapé con la palma de mi mano la boca de donde salía el chorro y entonces este brotó alto en vertical por un agujero, de un centímetro y medio de diámetro, abierto en la parte superior de la tubería del grifo. Esta argucia, me permitió beber, con toda facilidad, sin tener que agacharme. De algo me tenían que servir mis anteriores visitas a la Ciudad Eterna. Vaya, vaya…, lo agradecidos que todos quedamos al alcalde Luigi Pianciani que, en el año 1874, pobló las calles de estos nasone . H