ALFREDO SÁNCHEZ GARZÓN, CRONISTA OFICIAL DE LA MANCOMUNIDAD DE MUNICIPIOS DEL RINCÓN DE ADEMUZ
Palabras previas.
La presente estrada constituye una revisión de un artículo previo, publicado en Diario de Teruel en varios capítulos, el cual pasó a formar parte de mi primer libro…[1] Dicho lo cual debo comenzar diciendo que en cierta ocasión, aunque de esto hace ya tiempo, examinando un libro de cocina de Francisco G. Seijo Alonso –Gastronomía de la provincia de Valencia (1977)-, me encontré con una receta de “Gachas de panizo” como plato típico de Torrebaja (Valencia).[2]
Digo que de esto hace ya tiempo…, por eso fue sorprenderme y alegrarme, porque décadas atrás no era frecuente ver escrito en libros o periódicos el nombre de ninguno de nuestros pueblos, y menos todavía ligados a una receta culinaria. Y es que con frecuencia tendemos a no valorar las cosas muy nuestras y de cada día, ya sea por desidia, ignorancia o menosprecio. Además, las gachas siempre fueron sustento de pobres, especialmente cuando se comían con sardinas saladas de las de barril como único acompañamiento. Esto fue durante la Guerra Civil (1936-39) y años anteriores; y para mucha gente duró hasta tiempo después de la contienda. Por el contrario, hoy día son comida de ricos: no hay más que ver el precio de los arenques, o del conejo y el bacalao con que se suelen acompañar.
Antes de proseguir debemos aclarar que las gachas de panizo –basadas en un cocimiento de harina de maíz-, no son un producto exclusivo de Torrebaja. De hecho, todos los pueblos de la comarca conocen y estiman este plato como propio, al igual que otros muchos del entorno: desde los turolenses Villel, Villastar, Libros, Tramacastiel, Riodeva y Arcos de las Salinas a El Cuervo, Tormón, Alobras y Veguillas de la Sierra, hasta los conquenses de Santa Cruz, Moya y sus aldeas, Landete, Garcimolina, Algarra o Salvacañete, por nombrar los más próximos al Rincón de Ademuz. Son pues las gachas un plato típico de amplia distribución geográfica e influencia cultural, cuyos límites se extienden más allá de los estrictamente políticos y administrativos; sin que ningún pueblo pretenda derechos sobre la receta original. Por lo demás, aunque utilizamos un nombre común para el plato, en cada pueblo y en cada familia posee éste su peculiaridad…
Como casi todo lo típico, las gachas no son una comida habitual.
Ciertamente, su difícil digestión aconseja espaciar el plato semanas, y aún meses; aunque, como todo lo humano, depende también del estómago y las costumbres de cada casa. Hay familias que las ingieren cada domingo, como los valencianos de la costa la paella. Hasta tal punto es así que, sin temor a equivocarnos, podríamos decir de los vecinos del Rincón de Ademuz que cuando comen gachas es que están de fiesta, es domingo o han matado el gorrino…, porque comer gachas es como estar de fiesta.
Así pues, salvando diferencias y gustos personales, diremos que las gachas son una comida de celebración familiar y amistosa por excelencia, además de manjar de invierno; aunque nada ni nadie nos impedirá degustarlas en plena canícula veraniega: allá cada cual una vez hecha la advertencia y lo que aconseja la prudencia en el yantar… Y ello porque sólo el clima familiar y afectuoso que prende en esos días fríos o lluviosos (con nieve sería ya el colmo de la perfección, en lo que a concurrencia meteorológica se refiere) del largo invierno que padecen los pueblos de la comarca, pueden completar el rito gastronómico de las gachas y el caldero, junto a la estufa o el fuego bajo de leña.
Quiero decir que a pocos habitantes de la zona en sus cabales se les ocurrirá el despropósito de hacer una “gachada” en agosto –aunque las he visto comer en esta época y los comensales siguen vivos-; pero esto es tan sólo un juicio de valor, una manera de entender esta forma peculiar de guiso que no hace más que confirmar la variedad de la naturaleza humana en lo que hace a la alimentación. Además, como todo lo representativo de un lugar, las gachas hay que aprender a amarlas desde niño. Aunque tenemos múltiples ejemplos de gentes foráneas que han sabido apreciarlas ya de mayores; gentes –sin duda- de mentes abiertas y paladar curioso. No obstante, a pocas personas adultas ha conocido que les gusten de entrada, cuando las comen por primera vez. Tal vez porque les falta el condimento esencial que es el recuerdo lejano del ambiente familiar, en esos días invernales de la infancia, cuando comienzan a forjarse en los humanos los ideales, la personalidad y el paladar.
Del caldero de cobre.
Ciertamente, la clave de la receta de las gachas de panizo está, además de en la harina de maíz y el tiempo de cocción, en el caldero de cobre donde se guisan. Hasta el punto que unas gachas en olla express (tal como ha llegado a mis oídos que las cocinan algunos herejes gastronómicos), dejan de ser gachas, al menos en su sentido más noble y tradicional. Probablemente sea necesario por los imperativos actuales, pero hacer gachas en la olla a presión, además de una apostasía gastronómica, es el colmo de la desfachatez. Un engaño al foráneo y una desvirtuación de nuestro guiso comarcal por excelencia. No debemos olvidar que el verdadero alimento no trata tan sólo de alimentar el cuerpo, sino también el espíritu (no digo el alma para no mezclar alto tan etéreo con las cosas de comer). De facto, el alimento se compone de rito, nutriente y condimento, como acompañamiento esencial de lo que ingerimos con tal propósito de alimentar. Y ello, porque como digo lo que pretendemos nutrir no es sólo el cuerpo, que se sustenta y conforma con los alimentos, sino también el espíritu, que para su crecimiento precisa de la cultura, la tradición y el calor que proporciona la relación humana.
En suma, el rito satisface al espíritu, de la misma forma que los nutrientes al organismo, y esto con la ayuda de los condimentos (que lo hacen más apetitoso a la vista y el paladar). Tampoco me extraña esa forma anómala de guiso en olla a presión en estos tiempos de comida rápida y alimentos precocinados; ni me asombraría ver en algún supermercado al uso, una bandeja de gachas ultracongeladas en recipiente de aluminio, con código de barras y fecha de caducidad. Pero seamos serios, ¡por favor!, que estamos hablando de las gachas…
El caldero de cobre, bruñido y desgastado por el uso, con algún que otro parche hecho con una moneda de cobre –de aquellos que cuidadosamente elaboraban los estañadores y paragüeros que recorrían estos pueblos en otras épocas-, y con la cara del fuego (que es esa otra parte menos noble sobre la que asienta) enhollinada por capas de humo y años de servicio, se pone a la lumbre sobre la trébede. Bajo ésta, el fuego de leña debe arder de forma continua, aunque no demasiado vivo. Por lo demás, la utilización de la “vitrocerámica” o del butano como fuente de calor para hacer gachas es otra forma de ofensa a la tradición gachera, por eso no diré nada más al respecto. Colocaremos, pues, el caldero con agua hasta la mitad, o poco menos, según los comensales; y sobre el agua una mano de harina esparcida, como formando una película de fino polvo. Al empezar a hervir se le añade el cernido en cuatro montoncillos, que quedarán flotando en el agua hirviente. Para los que gustan de seguir las recetas al pie de la letra, con medidas exactas de ingredientes, podríamos decir que se usan dos litros de agua por kilo de harina; algo parecido a la paella, donde se utiliza el doble de agua, en volumen, que de arroz. Aunque siempre hay que tener en cuenta la cantidad o calidad del fuego y el tiempo de cocción. La sal la pondremos en ese momento, dejándola caer en el centro del círculo que forman los montones en que hemos visto distribuir la harina. Esta forma de colocarla no es caprichosa –ni posee ningún significado simbólico-, pues los montones dejan un orificio en el centro de la cruz que se forma, lo que constituye un respiradero por donde emerge el vapor de la cocción; pues en ningún momento debe permitirse que el agua cubra por completo la cocción.
Así dispuesta, la harina se va cociendo de abajo arriba, y de dentro afuera. Esta es la clave para obtener una buena masa de gachas, evitando que el agua la envuelva. A la hora o tres cuartos el hervor comienza a ser espeso, lo cual comprobaremos introduciendo el palo de remover por el centro de los cuatro montones, hasta el fondo del recipiente. La persistencia del espeso hervor, que conocemos como el “razonar” de las gachas, nos indicará que es el momento de sacar del fuego el caldero, asiéndolo por el agarradero y dejándolo en el “sitio” o escriño, que no es más que un recipiente de farfollas de maíz trenzadas o de esparto tejido que lo soporta: pues como es sabido, el fondo del caldero es curvado y no se mantendría derecho en el suelo.
De la harina de maíz.
La harina que se emplea para hacer las gachas es la que resulta de la molienda del maíz (Zea mays), que por esta zona llamamos panizo, y más comúnmente adaza y en valenciano dacsa. En mi infancia yo siempre oí en Torrebaja nombrar al maíz adaza, entendiendo por dicho término la totalidad de la planta, incluida la mazorca o panoja y el zuro: de hecho se hablaba de sembrar adaza, escabar adaza, desgranar adaza… Al desgranar las mazorcas o fruto de la adaza se separan los granos y queda el zuro, que no es otra cosa que el corazón de la panoja o panocha.
Antaño todas las familias dedicaban alguna finca al maíz, pues resultaba un cereal apreciado, tanto para la alimentación humana como animal. Su cultivo viene de antiguo en la zona, pues ya lo nombra Cavanilles a su paso por el Rincón de Ademuz a finales del siglo XVIII, y el cura de Torrebaja lo tenía por congrua, junto con otros cereales, percibiendo de sus cultivadores el diezmo que le correspondía.[3] Una vez cosechado, seco y desgranado se llevaba en talegas al molino, donde se procedía a su molienda. La harina de maíz, una vez cernida -para lo que se utilizaba arel, cedazo y artesa-, queda libre de impurezas, siendo así como se utiliza para la elaboración de las gachas. La de maíz posee un llamativo color amarillo de oro, y su contacto es arenoso, por el contrario del blanco y sedoso de la de trigo. En la actualidad ya no funciona ninguno de los muchos molinos que hubo en la comarca, razón por la que la harina de maíz –como también la de trigo- hay que comprarla, ya sea en las panaderías o en las tiendas. En la práctica, ambas harinas suelen mezclarse a partes iguales o con predominio de una sobre otra, obteniendo así distintos tipos de gachas, según el gusto de cada casa… Aunque su elaboración es siempre la misma.
Mientras la harina se cuece en el caldero iremos disponiendo el resto de alimentos que acompañan a las gachas: hígado de cerdo o cordero troceado; panceta tierna en cuadros o tajadas; conejo; bacalao; sardinas saladas; robellones; caracoles; pimientos verdes y rojos… Todo ello se prepara frito, cada cosa en su sartén, colocándolo también en recipientes separados a la hora de servirlos. Respecto a las sardinas, cabe decir que fueron las humildes –y únicas- compañeras de las gachas en otro tiempo, friéndose directamente y sin desalar como único acompañamiento. Ya digo, las gachas admiten variedad de alimentos, singularmente los producidos en la zona. Pero no se suelen poner todos cada vez, aunque sí de la mayoría; ello depende del momento y la ocasión, así como del gusto, la costumbre o la economía de cada cual.