FRANCISCO PÉREZ PUCHE, CRONISTA OFICIAL DE VALENCIA
La Pascua de los valencianos está compuesta por una serie de viejos rituales que la hacen distinta de la de otras regiones, y aun diferente en sus detalles si se comparan las costumbres de las tres provincias hermanas o distinguimos a unos pueblos de otros. Con todo, se puede afirmar que la Pascua tiene como rasgos generales la de ser una fiesta primaveral y de grupo, en la que se manifiesta la alegría contenida en Semana Santa a través de excursiones con merienda campestre, juegos al aire libre y vuelo de cometas.
El calendario ha cambiado en lo que se refiere a la celebración de la Resurrección de Jesucristo. Tiempo atrás, la Iglesia reservaba al sábado el anuncio litúrgico y lo que hoy tenemos por Sábado Santo era abiertamente Sábado de Gloria, con su tradicional volteo de campanas. Eso hacía que en las ciudades donde se había prohibido la circulación de coches y carruajes durante los días Santos, se reanudara el tráfico. En ese punto, Valencia registraba una verdadera carrera de los basureros, también llamados els fematers, por llegar al centro con sus carros y caballerías.
Es de esa competición, con buenas dosis de humor y ganas de fiesta, de la que emana una peculiar cofradía, la ‘dels Gloriosos’, que hacia 1905 se encargó de premiar al femater más veloz y trabajador, y al carro mejor provisto de verduras. Primero obsequió a los ganadores con estandartes y pañuelos de seda, y años después con una gran Mona de Pascua, cargada de huevos y golosinas. Cuando el órgano de la Catedral entonaba el ‘Gloria’, la fiesta comenzaba en la plaza, que por entonces se llamaba de la Constitución.
Cuando desaparecieron els fematers quedó la fiesta. La comisión sorteó una colosal golosina que circulaba con su jarana hasta la puerta de los Apóstoles, mucho antes de que se levantara la veda del silencio. O incluso cuando ya no existía. Cuando llegaba la noticia de la Resurrección litúrgica, estallaba la ruidosa fiesta: cohetes y una traca, música de ‘tabalet i dolçaina’, gritos y vuelo de palomas, indicaban que la Pascua había dado comienzo para los valencianos.
El campo y el cauce del Turia
Con el toque de Gloria reabrían los comercios y se animaba la actividad de las tiendas, encaminada muchas veces a hacer provisión de lo necesario para las meriendas de Pascua de los tres días siguientes. Porque la costumbre consistía en que las familias, y los jóvenes en cuadrilla, salieran a las afueras de la población en busca del aire libre en contacto con el campo que despertaba a la primavera. Bajo los árboles, en un porche, en las eras o en las orillas de ríos y acequias, la gente buscaba unas horas de esparcimiento con merienda compartida.
Miles de personas tomaban el ‘trenet’ y asaltaban los tranvías. Pero en la ciudad de Valencia, además de las huertas circundantes, había dos escenarios de excursión: la dehesa del Saler y, el preferido, el cauce del Turia. Cerca de los puentes, en las riberas del río, cientos de jóvenes se disponían a disfrutar de una merienda en la que no faltaban tres elementos clave: las lechugas y cebollas tiernas; la ‘llonganissa’ de Pascua, fina y alargada; y los huevos duros, solos o incrustados dentro de la mona.
A este dulce típico se le da una paternidad islámica que viene de la costumbre de que los padrinos obsequiaran a sus ahijados con dulces de masa en la que se ponía un huevo por cada año del beneficiario, hasta llegar a doce, edad en la que el premio anual terminaba. La variedad de monas, panquemados, tortas, toñas, trenzas y otras preparaciones asociados a la pascua valenciana es casi infinita, pero todos conocemos la especialización de Alberic y su maestría en el arte del ‘caramull’.
Juegos, canciones y cachirulos
Si hay gastronomía propia de la Pascua hay también una serie de juegos al aire libre ligados a la tradición de la fiesta. Es así como con la llegada del buen tiempo y los días de Pascua regresaban al calendario ciertos juegos colectivos de chicos y chicas que, juntos o por separado, son propios de la Pascua. Para niños y para adolescentes, el más popular y pascuero era la comba, que tiene un repertorio de canciones asociadas; pero había otros juegos, escondites, carreras y bailes propios de esta época del año, entre los que la ‘Tarara’ era el himno indiscutible.
Y en medio de toda esa gama de esparcimiento, el cachirulo o ‘catxirulo’, la cometa que aprovecha las tardes de brisa bien manejada desde terrazas, playas o elevaciones sin arbolado. Se fabricaban por miles en el barrio del Carmen, en pequeños talleres artesanos: solo en Bar Champagne, de la Bajada de San Francisco, tenía preparados diez mil, en distintos pisos del centro, para regalarlos a sus clientes. Pero en la noche del viernes al sábado, una instalación eléctrica defectuosa quemó buena parte de las existencias al tiempo que un empleado ingenioso ideó con un cordel una tirolina de cachirulos hasta la calle.
El artefacto volador clásico, el cachirulo por antonomasia, es el hexagonal, de tres cañas cruzadas como esqueleto. Para hacerlo, hay que seleccionar un papel resistente y ligero, usar buenos ovillos de ‘fil de palomar’ y acertar en el preparado de la cola de harina. Los muy expertos cruzaban varias cañas bien atadas y sabían confeccionar ‘estreles’, una cometa en forma de estrella de seis, ocho o incluso doce puntas. Otros, en cambio, se inclinaban por la cometa romboidal, de dos cañas cruzadas, corta y larga, que daban al artefacto un aire de bacalao, de ahí que se llamaran ‘abaetxos’. Finalmente, los virtuosos sabían y saben construir la asombrosa ‘milotxa’, que no lleva estructura ni armazón y está hecha de papel doblado.
Sorolla y Benlliure
En el año 1883, un joven Joaquín Sorolla envió al Círculo de Bellas Artes un cachirulo con una caricatura del compositor Roberto Segura como tema central. También José Benlliure envió el suyo, caricatura de un colega pintor. Los dos tuvieron gran éxito y se hicieron populares. Porque la sociedad artística procuró hacer cada año una exposición de este tipo, con subasta con la que reunir fondos para que los niños de los asilos tuvieran merienda de Pascua. La del año 1924 fue especialmente concurrida y el periódico se ocupó de ella en su portada.
La obra que pintó Sorolla, un óleo sobre tela de un metro de altura, difícilmente podría volar, por su peso; pero no estaba concebida para hacerlo. Muchos años después, en el año 2016, el trabajo juvenil del pintor fue subastado en la galería de arte Durán y se adjudicó por 16.000 euros.
Anotaremos que cada artefacto volador tiene que llevar su cola adecuada y que esta se hace con trocitos de tela. Aunque lo que cuenta es evocar que algunas tiendas artesanas cubrían toda la fachada, incluso de tres pisos, de cachirulos: el reclamo que se colgaba en la Bolsería seguro que lo recuerdan muchos valencianos.
Fuente: https://www.lasprovincias.es