COLUMNAS PARA UN MAR CLÁSICO


‘Barraquetes’ y tendederos. En 1929, ‘les barraquetes’ y sus famosos tendederos de ropa de baño, junto al balneario. / LP

FRANCISCO PÉREZ PUCHE, CRONISTA OFICIAL DE VALENCIA

Cultura y civilización entraron en Valencia por la puerta abierta del mar. Y la playa fue el mejor escaparate de novedades para los cambios del mundo. Entre 1910 y 1940, todas las convulsiones y credos, todas las tragedias y fascinaciones de un mundo en transformación pasaron por la playa de los valencianos, espejo de toda una sociedad. Las Arenas vistió con columnas clásicas sus nuevos baños en sólidas pilas de piedra. Mientras, en la arena, la aviación y el cine, el automóvil y la radio dejaban su huella en un espacio abierto nacido como un palenque de ideas, modas y renovaciones. Abierta a todos, la playa se adaptó a los tiempos nuevos y fue en pocos años, sin dejar de dar paella todos los días, la del canotier, la falda plisada, el albornoz, el charlestón, el cine sonoro, el gorro frigio y el mono de miliciano.

Monsieur Mamet despegó con su aeroplano desde la explanada de la Malvarrosa pero su vuelo gallináceo duró poco y dio con él en el agua. Era la primavera de 1910 y todos se quejaban: los que le rescataron, a causa del frío; los que habían pagado entrada, a causa de la escasez de espectáculo. Pero hubo más vuelos, algunos exitosos, y los valencianos aprendieron lo que era una avioneta en la playa mismo, un campo de experiencias donde más tarde conocerían el cine de Charlot y el de Greta Garbo, e incluso años después el nuevo cine sonoro.

Inversión millonaria

Hacia 1917, pese al desánimo y la falta de todo que causaba el bloqueo marítimo de la Guerra Mundial, el propietario del balneario de Las Arenas decidió usar el as de oros e invirtió un montón de duros en la construcción de dos grandes pabellones, a modo de templos romanos, que estarían circundados por columnatas clásicas. Uno albergaría un restaurante de calidad y el otro un balneario concebido con los mejores elementos de su tiempo, incluyendo grandes pilas de piedra labrada; el mar, siempre el mar, sería el telón de fondo, ahora entre evocaciones de navegantes clásicos.

Francisco Iranzo construyó los dos edificios que desde 1920, ahora hace un siglo, se convirtieron en los sólidos símbolos de un balneario renovado. El balneario abrió sus puertas a los clientes de un comedor elegante, mientras los clientes de menos exigencia se quedaban a pie de playa, donde también había recursos de todo tipo. En verano, Las Arenas era un parque temático y de atracciones: además de los baños de siempre, la empresa programaba verbenas, veladas musicales, concursos infantiles y cine nocturno.

En el verano de 1918, pese la guerra y la gripe, la familia Alfonso se sumó como competidor al balneario «de toda la vida». El nuevo establecimiento se llamó las Termas, usando un nombre de evocaciones latinas, y combinó la buena mesa con los cuidados y placeres del agua y el baño. Después, cuando lo regentó el Hotel Reina Victoria, las Termas llevaron apellido de Victoria.

Un pabellón sobre el mar

Los cambios de la playa señalan la ambición de novedades de los valencianos: había que ir a más y en 1926 se encargó la construcción de un pabellón acuático de madera, con planta en forma de cruz, que se adentraría en las olas y se sustentaría sobre pilotes. Montado en pocos meses, fue la nueva característica de la playa de Valencia y se hizo más popular que los pabellones de columnas a la romana. Abierto, permeable a la brisa, los comensales creían estar flotando sobre las olas en los días de agobio y poniente. En esos años cruciales de la dictadura de Primo de Rivera, la estampa clásica de Valencia añadió dos joyas a su corona: el pabellón municipal de la Feria de Julio, reconocible por sus tres cúpulas iluminadas, y el edificio «flotante» de Las Arenas. Uno y otro salieron de la imaginación de Carlos Cortina Beltrán, un artista, decorador, fallero y diseñador. Cierto que sus dos obras eran efímeras; pero su desaparición deberíamos mirarla los valencianos con calma.

La prensa de papel couché

La prensa de papel satinado, el reportaje de tono social con poco texto y muchas imágenes tuvo en la vida social de la playa un foco continuo de noticias. Primero fue la revista «Impresiones», de González Martí, la que aludió en sus viñetas al mundo cambiante de la playa, con chistes de maridos gordos y esposas exigentes. Después vendría «El Guante Blanco», propiedad de Maximiliano Thous, con versos, chistes y dibujos sobre la moda y sus cambios al borde del mar. «La Traca» puso la guindilla picante en los escotes crecientes y las faldas menguantes, con sal gorda a la valenciana. Y en el declive de la dictadura, la revista «La Semana Gráfica», de los Casanova, es la que mejor se ocupó de la vida social en la playa de la ciudad.

Los testimonios gráficos reflejan la aparición de modas nuevas para el baño y para tomar el sol. El mobiliario de mimbre y las sillas componen paisaje, las damas mayores apenas habían cambiado su atuendo negro desde Cánovas y Sagasta, pero la juventud se cortaba el pelo de otro modo y vestía sin temor a descubrirse algo más. Es el tiempo de Max Linder y Rodolfo Valentino, el de los actores que van a tener que aprender a hablar frente a un micrófono.

Hay una impresionante fotografía de la viuda de Blasco Ibáñez, enlutada, que se asoma a ver el mar en la balaustrada de la casa familiar de la Malvarrosa. La franja de arena es menos de la mitad de ancha que la del siglo XXI porque la playa es la misma pero se recrece para poder servir a más y más valencianos.

Blasco había muerto en el exilio de Menton, en 1928, y sus restos no fueron traídos a Valencia hasta que la República estuvo instalada en 1933. En cuando a Joaquín Sorolla, murió antes, en 1923, en Cercedilla y fue enterrado en Valencia entre el dolor de todos sus alumnos y admiradores. Pero fue en ese mismo 1933 cuando el Ayuntamiento de mayoría blasquista le hizo en la playa misma un monumento, en forma de columnata, que la riada de 1957 derribó y todavía no se nos ha ocurrido reconstruir con las columnas que deben estar en algún almacén oxidado.

Los fotógrafos de playa ocultaban la cabeza bajo un paño negro y enfocaban de maravilla aunque veían a los personajes del revés. Hay coleccionistas de posados playeros de todo tipo, expertos en reunir, como el que caza mariposas, estampas perdidas de las guapas y los graciosos de 1929, de los marineros de agua dulce de 1932 de las matronas de familia, de la abuela vergonzosa y el niño que no se está quieto de ninguna manera en los días en que la República encontraba en la playa un remanso de calma justo al lado de la ajetreada ciudad.

Una playa en el «Levante feliz»

El 18 de julio de 1936 mucha gente estaba en la playa, como es natural. Pero desde ese día las cosas cambiaron por completo, España se partió en dos y Valencia quedó del lado de la legalidad republicana para que la playa, ahora, fuera el lugar más lejano posible de los frentes de Teruel y de Madrid.

Hemingway estuvo aquí. Comió arroz en La Marcelina y La Pepica y bebió coñac y rioja en todas partes. Buscaba buenos reportajes de guerra, a cinco dólares la línea y pronto escuchó el reproche de que en Valencia, sobre todo en la playa, se vivía estupendamente bien. Y es que en medio de la guerra, tan llena de odios, muerte y desgracia, los españoles supimos añadir envidias mal informadas. Y fueron periodistas de Madrid, desde luego republicanos, los que inventaron el remoquete del «Levante feliz» para calificar el tipo de vida de una ciudad donde la retaguardia fue torpemente confundida por una especie de paraíso con vistas al mar.

Desde ese mar, no se olvide, fue bombardeada la ciudad por los barcos nacionales. Por ese mar, desde Mallorca, llegaban los bombarderos italianos que machacaron el puerto y de paso medio distrito marítimo. Una de las bombas, oh casualidad, reventó el pabellón de Las Arenas dedicado a restaurante, que perdió la techumbre y quedó con las columnas como cáscara. En cuanto al pabellón flotante apenas se sabe que dejó de flotar.

Fuente: https://www.lasprovincias.es