‘BARRAQUETES’, LA PLAYA COLORISTA Y PROVISIONAL


¡Al agua patos!. Portada de ‘Nuevo Mundo’ en el verano de 1910: obsérvese la indumentaria de baño. / LP

FRANCISCO PÉREZ PUCHE, CRONISTA OFICIAL DE VALENCIA

El balneario Las Arenas, en pocos años, vino a sustituir a las instalaciones flotantes de un puerto que reclamaba más espacio. Y se convirtió en la casa de baños más frecuentada por los valencianos, siempre con el debido respeto a ‘les barraquetes’, el conjunto de casetas de baño de quita y pon que nacía cada verano en la playa del Cabañal. El Ostrero, el restaurante Miramar y la ya más aristocrática instalación de la sociedad del Tiro de Pichón habrían de ser, durante más de medio siglo, las atracciones de playa más frecuentadas durante el veraneo de los valencianos.

Los ‘adinerados’, entre los que había algún conde con fecha de caducidad y no pocas ‘viudas de…’, hicieron de la calle de la Reina, en el Grao, un influyente núcleo de vacaciones que se quejaba en la prensa y lograba del Ayuntamiento mejoras y soluciones. En 1901, cuando se pusieron las primeras luces eléctricas para sus fiestas de agosto, un reportaje de LAS PROVINCIAS hizo hablar a un personaje mayor que rememoraba los días felices -siempre «hace cuarenta años»- en que proliferaban verbenas, excursiones, bromas, bailes y la horchata corría a raudales. «Ahora, el veraneo, especialmente en la calle de la Reina, se reduce a tomar el fresco en una butaca», decía el veterano entrevistado, algo alicaído. Los perfiles iban cambiando y el tranvía eléctrico hacía posible ir y venir en el mismo día de la ciudad al mar.

El antiguo veraneo de alquiler era otra cosa y las casas se convertían en viviendas estables. El barrio marinero se modificó a impulsos del puerto y con el nuevo siglo menudearon almacenes y fábricas, talleres de tonelería y material náutico. Los encantos de antes estaban ahora en otros lugares. En La Arenas, desde luego, con el tranvía a pie de taquilla, la clientela era fija. Pero también lo era, con mucha menos etiqueta, en ‘les barraquetes’, las instalaciones de tablones y cañizo que se montaban cada año en primavera, cuando los temporales de invierno ya no eran amenaza. Un reportaje del día de San Juan de 1901 nos dice que ese año fueron 40 las construidas, 26 para mujeres y 14 para hombres; y que los merenderos llegaban ya a 46.

La familia en la playa

Con tranvías eléctricos, el día de playa, ocio y almuerzo familiar se hizo posible por poco dinero. Con la ventaja de que se toleraba la modalidad modesta de llevar la comida de casa y solo consumir las bebidas. El periódico anotó los nombres: La Guitarra y la Mari Blanca, El Sol y El Tranvía, El Nano Fart, Les Devanaores, Rosaura, El Ferrocarril, El Miriñaque, Delicias del Mar, El Amonquilí… En ese caldo de cultivo, no es raro que las mujeres de los marineros de la «peixca de bou» se pusieran a los fogones y abrieran brecha en el turismo local; así nacieron La Marcelina y la Pepica, La Muñeca y La Rosa, que han llegado hasta nuestros días. Sus edificios estables, negocios de larga tradición, se levantaron sobre el suelo que ocuparon los barracones de los bisabuelos.

Por la tarde, en una enorme explanada de arena, las traseras de los barracones de baño se convertían en tendedero de los trajes de baño y las toallas usados por la mañana. Los ambulantes vendían barquillos, gaseosa fresca y agua de cebada; galletas de aceite y azúcar y «aigua fresqueta de la Font del Gas». En otras parcelas de la enorme playa, los sogueros daban las últimas vueltas a las ruedas de torcer cabos y los calafates recogían las herramientas. «Les peixcateres», con sus grandes cestos, se aproximaban a la orilla en espera de las barcas; el viaje de las tartanas cargadas con los frutos del mar tenía como destino el mercado.

El pintor y el escritor

¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿Se inventó Sorolla un mundo plástico palpitante de sol o fue ese escenario el que le capturó y le hizo esclavo de una pintura exultante de colores? Se podría decir que el artista fue el instrumento de un mundo existente que necesitaba saltar al mundo y convertirse en tópico. Lo que está claro es que el joven Joaquín ya pintó a la ‘otra Margarita’, detenida por la guardia civil, dentro de un vagón ferroviario que alquiló en los apartaderos del Grao. Luego buscó niños y pescadoras con pañuelos a la cabeza, abuelas y marineros que quisieran posar, tanto para sus reflexiones sociales como para sus vibrantes escenas de mar. «Las Provincias» le entrevistó entre lonas, pintando, un día de 1898: «Açí estic, fent cosetes», mientras sus brazos y el rostro tomaban el color del bronce.

Por aquellos años, otro joven valenciano, Vicente Blasco Ibáñez, se tropezó con él en la arena mientras tomaba apuntes para ‘Flor de Mayo’, editada en 1895. «Fuimos como hermanos», confesaría el autor años después al recordar una amistad en la que la evocación de la playa valenciana era mucho más, y más honda, que el simple aprovechamiento de un escenario plástico o social. El jolgorio de ‘les peixcateres’, su descaro en la tartana, camino del mercado, se unió a la angustiosa espera de las mujeres a que las barcas regresaran capeando el temporal.

Los sombreros de la Exposición

El rey Alfonso participó en una regata dentro de la dársena en su viaje para inaugurar la Exposición Regional de 1909. Corrió a toda mecha conduciendo su coche por una avenida del Puerto festoneada de baches, y pisó la arena de Valencia aunque en las instalaciones aristocráticas del Tiro de Pichón. Era mayo, y «les barraquetes» estaban empezando a montarse; seguro que las pudo ver, cigarrillo en mano, entre el mar de sombreros elegantes de las damas de la buena sociedad. La playa, donde poco antes habían dormido aquellos viejos que esperaban ver llegar de Cuba el barco donde volvía el hijo soldado, se preparaba para un verano lleno de alegría y ganas de vivir. Ni los más cenizos soñaron que meses después, en agosto, volvería a sonar el tambor de la guerra de África y España se desencajaría en la Semana Trágica de Barcelona.

Valencia, la de la playa extensa, trabaja y sueña sin cesar. En la Exposición tuvo por primera vez un himno que dice lo que dice. Ocio y negocio en apenas una milla de territorio: el puerto, siempre esperando la oportunidad de crecer, y la playa, nacida para pescadores y marinos que comparten el disfrute con un pueblo que se explaya y pierde el sentido del tiempo cuando llega la brisa de la tarde.

Botijo popular y pamela elegante, tranvía de rippert y vermut con sifón. Hay un sillón de mimbre que han puesto mirando al mar y velas anaranjadas que regresan despacio al atardecer. Los bueyes colorados chapotean en exclusiva para un pintor y hay un boyero que fuma una pipa de aromático tabaco de Alboraia.

Una casa junto al mar

El escritor, en 1904, se dejó retratar en familia para ‘Blanco y Negro’. Se había construido una casa junto al mar, en una playa que se acababa de bautizar como la Malvarrosa. Robillard, el perfumista, plantó junto al mar una extensión de lavanda y flores de mil aromas. Blasco escribió que las gaviotas golpeaban los cristales del miramar de su estudio. Lienzos y páginas, estampas de sol y sombra, se dieron la mano para configurar un ideario local con valores universales: «¡Y aún dicen que el pescado es caro!», fue la denuncia del accidente del pintor, pero también la última frase de la novela del escritor. «¡Triste herencia!», la estampa de los niños escrofulosos al borde del mar, subrayó la labor de los hermanos de San Juan de Dios en el sanatorio. Allí, en el Asilo del Carmen, en otros establecimientos, niños y mayores, desheredados y enfermos buscaron el alivio del yodo y la brisa marina; pintarlos, escribir de ellos, era el contraste necesario de esas puestas de sol que se cuelan por las rendijas de la caseta y buscan la carne morena de las bañistas.

Pero hubo otros pintores. Emilio Sala acudía a Las Arenas cada verano, con su cámara y su chambergo, huyendo de los calores de Madrid. Músicos, políticos, periodistas y actores hicieron el camino de la capital en busca del éxito pero regresaron en verano a la playa como si cumplieran en un santuario su devoción. Y luego estuvo Ignacio Pinazo, el que nunca viajó, que nos dejó una serie de tablillas mínimas, esbozos y apuntes impresionistas: una vela y una sombrilla, una ola y la mancha blanca de un sombrero que deja una cinta volando al viento. La playa siempre se ofrecía como nueva aunque el faro empezaba a destellar siempre a la misma hora.

Fuente: https://www.lasprovincias.es