FRANCISCO SALA ANIORTE/ CRONISTA OFICIAL DE TORREVIEJA
En estos días aciagos que nos han tocado vivir son muchos los comentarios que, a través de las redes sociales, se han vertido sobre esta nueva pandemia del COVID-19. Tan acostumbrados estábamos a que la soberbia Europa quedara libre de toda enfermedad infecciosa que habíamos olvidado, que éstas no estaban erradicadas del globo terráqueo.
Así, cuando en los telediarios se nos mostraban las poblaciones de África, Asia y América diezmadas por la malaria, el cólera, etc., para nuestros adentros pensábamos que eso jamás nos podría afectar. ¡Y miren por donde nos ha tocado y de lleno!
Echando mano al pasado veremos reflejados en numerosos documentos que el Continente Europeo sufrió pandemias de incalculable virulencia. Tal es el caso de la célebre Peste Negra de la Edad Media o la no menos conocida y temida Gripe Española, en este caso en las primeras décadas del siglo XX.
Ahora, confinados en nuestras casas, nos ha sobrado tiempo para casi todo. De ahí que, buscando entre libros y entre sus páginas encontramos alusiones a las llamadas pestes pandémicas, tales como: el tifus, la viruela, la fiebre amarilla, la tuberculosos y así hasta contar con una docena de enfermedades. En otras épocas se mantenía que en una sociedad tradicional como la torrevejense en la que la mayor parte de la población vivía de lo que producía, la pesca, la sal, poca agricultura y alguna ganadería, una sequía o un exceso de lluvia podía poner en peligro a todos sus individuos, empezando claro está por los más débiles, ancianos, niños y aquellos otros que ya acarreaban una deficiente salud.
Antes, las sucesivas arribadas de europeos a cargar sal a Torrevieja podían debilitar en sobremanera a la población autóctona, toda vez que en contacto con los foráneos se contagiaban de no pocas enfermedades. Surgió una nueva sociedad torrevejense a partir de la afluencia gentes diversas de muchas partes del mundo y nosotros, los autóctonos, que también viajamos mucho, produciendo que, tanto la mescolanza de gentes de distintas procedencias como el comercio con otros puntos de la geografía, facilitaran el traspaso de cuantas pandemias pudieran existir.
Haciendo un estudio pormenorizado de nuestra salud en el pasado se observa la existencia de cientos de datos contenidos en los llamados Libros Sacramentales, entre ellos los de Defunciones, que reseñan con toda suerte de detalles los óbitos ocurridos en algunos momentos determinados, con detalles de la causa por la que se producían.
En el siglo XIX se inauguró con un largo periodo de sequías y por tanto de malas cosechas agrícolas y, lo que era aún más grave, copiosas lluvias primaverales y estivales que hacían perder la cosecha de sal, mermando el sostenimiento de la población y ocasionando severas hambrunas, además de la guerra contra los franceses. En esos momentos se abrían varios escenarios, uno era la pesca y el lanzarse a los campos a buscar los más diversos alimentos y algunas hierbas que guisadas servían para mantener los vientres calientes, era toda una proeza, Pero al poco tiempo surgía la enfermedad. Los cuerpos debilitados ante el continuo ejercicio y la poca o nula alimentación llegaban a un punto en que sus defensas naturales se veían mermadas en demasía y por lo tanto no se podía resistir el embate de los virus o bacterias. La falta de higiene, casi generalizada, la ausencia de centros sanitarios y una precaria asistencia médica y farmacéutica no hacían sino elevar el riesgo de las enfermedades.
Las antiguas creencias religiosas hacían que los Rosarios, Novenas, Triduos, Procesiones, Misas y cualquier manifestación de fe sirviera en lo posible para aliviar el progreso de la enfermedad, convirtiéndose en sus casi únicos aliados.
Torrevieja sufrió a principios del siglo XIX, en 1811, una gran pandemia, que se le llamó de fiebre amarilla, por el color que dicen que adquirían en su piel aquellos que la padecían, causando 180 defunciones -la mortalidad fue de un 128 por 1.000- afectando sobre todo a adultos. Se libró de otras, como las de cólera morbo de los años 1834, 1851 y otras varias en la década de los ochenta que cuso una alta mortalidad en la Vega Baja y en el resto de España, que sucumbió en esos meses tristes de angustiosos veranos.
En la hoy conocida calle Rambla de Juan Mateo, en los primeros números pares, estuvo el lugar del antiguo cementerio que tuvo que ser clausurado ante gran número de víctimas de la fiebre amarilla que causó la epidemia de 1811; teniendo que ser abandonados los cuerpos, sin posibilidad de traslado a una nueva sepultura, cubiertos por una capa de cal para evitar contagios.
Ya en el siglo XX, recordamos como si fuese ahora cómo nuestros mayores nos hablaban con miedo, casi pánico, de la tuberculosos, que se hizo endémica en nuestra área geográfica. La Guerra Civil (1936-39) trajo consigo grandes dificultades de abastecimiento que propiciaron el auge de enfermedades carenciales o ‘enfermedades del hambre’, que no sólo constituían un problema por sí mismas, sino también por su acción debilitante sobre el organismo, favoreciendo el contagio de la tuberculosis No consiguió situarse por debajo de 100 muertes por 100.000 habitantes hasta 1951. Sus causas sociales (malas condiciones de vida en general, y particularmente en todo lo relativo a vivienda, trabajo y alimentación) hacen que todavía, a día de hoy, no se halla erradicado, siendo una enfermedad endémica en España.
Seguro Obligatorio de Enfermedad fue implantado el 1 de septiembre de 1944 y fue dirigido a proteger a los trabajadores económicamente débiles, cuyas rentas de trabajo no excedieran de unos límites fijados. El SOE formaba parte de la Obra Social 18 de Julio, que posteriormente fue absorbida por la Seguridad Social quedando a cargo del Instituto Nacional de Previsión, como entidad aseguradora única, y entre sus prestaciones estaba la asistencia sanitaria en caso de enfermedad y maternidad, e indemnización económica por la pérdida de retribución derivada de las situaciones anteriores. En ese mismo año llegó a España la penicilina. Una niña aquejada de una grave infección se convirtió en la primera persona de nuestro país a la que le es suministrada una dosis. El fármaco llegó a Madrid el 10 de marzo de 1944, por vía aérea enviado por el gobierno de Brasil. Este nuevo medicamento descubierto por Alexander Fleming en 1929, supuso un éxito en la lucha contra las enfermedades infeccionas, aunque por su precio, y dada la situación paupérrima de aquella época, únicamente estaba al alcance de las familias más adineradas.
En aquellos años 40 del pasado siglo frecuentísimo era la muerte por tuberculosos y algunos de los más mayores recordaran la quema de colchones, sábanas, mantas y ropas, enseres de fulanito de tal, que murió de tuberculosis, siendo frecuente, ante la falta de tratamientos antibióticos, el fallecimiento de muchos jóvenes por esta enfermedad.
Recuerdo, cuando de la Academia del Sagrado Corazón nos llevaban al botiquín de las salinas a hacernos reconocimientos médicos; también en los primeros años del Instituto de Torrevieja años 1971-72, se nos hizo una prueba para saber nuestro estado con respecto a dicha enfermedad y una radiografía del tórax para descartar brotes tuberculosos.
A la mitad de la década de los cincuenta del pasado siglo XX, asoló el mundo otra pandemia, la llamada Parálisis Infantil, cuyo nombre científico era Poliomielitis, muchos niños de familias conocidas quedaron infectados de tal enfermedad. La morbilidad y la mortalidad fueron bajas, con una tendencia ascendente y la presentación de ciclos cada 2 a 3 años, de rápida difusión y afectando a amplios territorios. Las tasas de incidencia más elevadas fueron en el año 1958. Siendo el grupo más afectado el de los menores de 4 años. La enfermedad se manifiesta de forma asintomática en la mayoría de los casos, pero cuando los síntomas aparecen puede producir discapacidades severas permanentes e incluso resultar mortífera. Bendita vacuna de la polio que, a partir de 1963, a través del Seguro Obligatorio de Enfermedad, empezó a ser administrada en la clínica del Santo Hospital de Caridad inserta en un terrón de azúcar. Fue una campaña de vacunación en masa de la que tuvieron derecho todos los niños hasta los siete años de edad. Actualmente sólo se siguen dando brotes en Afganistán, Nigeria y Pakistán.
Hoy rememorando todas estas cosas, pienso en los sufrimientos del pasado, que ciertamente fueron peores que los del presente. No comprendo cómo hay gentes que se quejan de la obligatoriedad del confinamiento domiciliario. Ya quisieran aquellas otras generaciones poder tener las condiciones alimenticias e higiénico-sanitarias que hoy disfrutamos.