LOS GRANDES MISTERIOS DE LA VIDA PRIVADA. 8. LA SOSA DE MONSIEUR LEBLANC

FRANCISCO PÉREZ PUCHE, CRONISTA OFICIAL DE VALENCIA

Los italianos dicen que la palabra Savon viene de la ciudad de Savona, cercana a Génova. Pero es en Roma donde defienden con ardor que el jabón viene del Monte Sapo, donde se sacrificaban corderos y terneras a los dioses: los esclavos que trabajaban en los despojos se dieron cuenta del milagroso detergente que surgía de la mezcla de la grasa de los animales con las cenizas del fuego sacrificial. Los franceses dicen que inventaron el jabón; que los galos, o sea las mujeres galas, ya lo usaban para alisarse y hacer más rubios sus cabellos. Los franceses hicieron famoso su Jabón de Marsella, de muy buena calidad y perfumado si se desea con los aromas provenzales de Lavanda.

En todo caso sí que se debe a un francés el proceso de obtención química de la sosa que hizo posible el jabón industrial y terminó a largo plazo con la barrilla. La sosa cáustica, soda cáustica, hidróxido de sodio o hidróxido sódico es el producto que en el siglo XVIII fue desarrollado por el médico francés Nicolás Leblanc, que trabajó siguiendo instrucciones reales cuando se hizo especialmente caro y complicado obtener la piedra de sosa española. El mundo se estaba haciendo complejo, los franceses no querían que sus fábricas de porcelana y vidrio dependieran de productos fabricados en España y se hacía precio trabajar en el campo químico.

Al final salió la solución. De productos comunes y baratos como la sal marina y el ácido sulfúrico se pudo obtener la sosa que se necesitaba para el jabón. Leblanc consiguió llegar al carbonato sódico en dos fases: se producía primero sulfato de sodio a partir de la sal corriente o cloruro sódico y después el sulfato de sodio, en reacción con carbonato de calcio y carbón daba como resultado el mineral buscado.

Una extensa gama de industrias se benefició de un adelanto que llegó más o menos al compás de la Revolución Francesa. Y que después sería muy mejorado por otros químicos franceses, como Solvay. En todo caso, la química francesa produjo grandes avances prácticos  en ese siglo XVIII en que  la Enciclopedia de Diderot mostró láminas del proceso de fabricación de jabón con todos los honores, en grandes calderas de ebullición, industrializado ya y dispuesto a maridar con el mundo de la perfumería.

A principios del siglo XIX se pudo empezar a sustituir la piedra de barrilla por la sosa cáustica, de elaboración industrial, incluso en España. A mediados del XIX, la barrilla ya casi había quedado en el olvido al sur de Alicante; ya no era rentable cultivarla, cesó la exportación por el puerto de Alicante, se perdieron los maestros barrilleros que eran llamados para dirigir el ritual de los grandes fuegos en el campo, y todo empezó a olvidarse. Aunque no pocas familias la siguieran usando en ancestrales calderas, la fabricación industrial y masiva terminó con las jofainas domésticas de jabón.

Siguió habiéndolas. Y en épocas de gran carestía de todo, como en las guerra española, se fabricó jabón casero con lo que se pudo. Pero la humilde planta dejó de tener el interés que tuvo antiguamente a manos de los gigantes industriales del sig

En París, en el patio de honor del Conservatorio de las Artes y los Oficios, Nicolás Leblanc tiene un monumento levantado. “En 1790 –dice la dedicatoria– extrajo la sosa a partir de la sal marina”. Los barrilleros valencianos, sin embargo, están olvidados: me parece que en ninguno de los museos de etnología, artes y costumbres de la Comunidad Valenciana hay un rinconcito que recuerde su epopeya.

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