FRANCISCO PÉREZ PUCHE, CRONISTA OFICIAL DE VALENCIA
Si hacemos memoria no nos va a costar mucho recordar que en casa de nuestros padres, o de nuestras abuelas, solía haber, cerca del fregadero, dos vasos de cerámica, del tamaño de una maceta, donde ponía con letras azules ESTROPAJO y TIERRA. Muchos los hemos recuperado del desván, o incluso hemos comprado imitaciones modernas de alfarería, creadas para convertirse en objetos evocadores de la cultura “kitch”.
Sin embargo, sabemos que era así como se fregaba antiguamente, que el estropajo era entonces de esparto y que la tierra era una arenilla especial, muy fina y amarillenta, preparada para convertirse en un abrasivo que dejaba relucientes las cazuelas.
Recuerdo un par de días de arresto en el cuartel, enfrentado a unas cazuelas repugnantes, negras de costra grasienta. Era imposible vencer en aquel tormento; pero el sargento era duro y era preciso al menos intentar rascar, en busca del metal, con unos estropajos ya negros, depauperados y de escaso vigor. La tierra nos destrozaba los nudillos, enrojecía las manos el esfuerzo de frotar… Y terminábamos por añorar las cazuelas de casa que siempre despreciábamos: las que la abuela dejaba brillantes como un espejo con un ovillo de esparto aromático y un puñadito de arena espolvoreada como sal.
Todo eso ha muerto, pensamos. Pero resulta que no es verdad. Productos Adrián, de Formentera del Segura, Alicante, sigue vendiendo arenilla en paquetes de medio kilo que cuestan poco más de un euro. La arena de fregar se sigue usando y sin muchos los procesos de limpieza industrial que la utilizan porque es más eficaz y menos contaminante que otros productos químicos. Con los estropajos de esparto sucede lo mismo: en Murcia y Almería se sigue cultivando y transformando la planta del esparto; y se defiende su virtud de vegetal, natural y biodegradable frente a los ovillos metálicos que arrasan con las protecciones de algunas sartenes y cazuelas. En alianza con la arena, el esparto siempre triunfa en la cocina. Pero también trabaja junto al más delicado jabón en forma de esponjas y manoplas de baño; un cepillo de esparto está dispuesto a triunfar frente a uno de cerdas de plástico; y los fabrican elegantes y refinados.
Quizá nos hemos dejado llevar muy pronto de la modernidad de las bayetas industriales de cocina, de los preparados antigrasa de vida reciente. Es verdad que son eficaces, pero ahí tienen los ecologistas razón cuando dicen que se abusa demasiado de la química cuando los productos naturales de antaño podrían seguir teniendo su lugar. Después de todo, estamos hablando de novedades de los años sesenta y setenta, que empezaron a llegar al mundo de la ropa y después invadieron la cocina.
Habrá que dedicar más tiempo y espacio al hermano esparto, a la macrochloa tenacíssima de las estepas españolas, codiciadas por cartagineses, romanos, árabes y cristianos. Buscaremos enterramientos de hace cinco mil años donde hay restos de labores de esparto. Habrá que escribir de nuestra plaza del Esparto y del Hort dels Soguers, porque las fibras de esta planta eran usadas tanto para hacer un cestillo como para trenzar una maroma de barco. De esparto fueron millones de alpargatas que calzaron a los agricultores y a los soldados valencianos hasta hace cuatro días, como quien dice.
Quizá el error ha sido asociar la arenilla y el ovillo de esparto a aquella cocina del pueblo, la de los abuelos, con tuberías de plomo, pila de mármol desgastado y escurreplatos de madera. La volvemos a ver en alguna película de la posguerra si el decorador es un profesional atento a los detalles: lebrillos, jofainas, cortinillas de cretona en un armario y una fresquera que se colgaba fuera de la ventana. Eran cocinas con jabón de Marsella cortado a cubos y paños blancos para las manos. Cocinas sin detergentes y sin ese rollo de papel del que tanto abusamos, a decir verdad.
Fuente: https://fppuche.wordpress.com/