FRANCISCO PÉREZ PUCHE, CRONISTA OFICIAL DE VALENCIA
Dos años antes de la instalación de la máquina de vapor en La Batifora, un asombroso barco había llegado al puerto de Valencia causando gran admiración. Fue el 10 de agosto de 1835, y se trataba de “El Balear”, un buque de velas, como los demás, que sin embargo había incorporado a sus costados dos grandes ruedas de paletas impulsadas por el pistón de una caldera de vapor. El buque, que avanzaba rápido batiendo las olas, echaba un espeso humo negro por su chimenea. Y llegó a Valencia a causa de una epidemia, la que tenía cerrado por cuarentena el puerto de Marsella. Su armador, una compañía catalana muy innovadora, lo estaba empleando para llevar pasaje a ese puerto francés desde Barcelona; pero cuando se decretó el cierra sanitario, cambió de planes e hizo que el buque fuera desde la ciudad condal a Valencia, haciendo escala en Tarragona.
En su primer viaje, el buque zarpó a las seis de la mañana y llegó a mediodía a la vieja Tarraco. Dos horas después, zarpaba con rumbo sur para llegar a Valencia al amanecer del día siguiente. Era muy rápido poder ir de Barcelona a Valencia en veinticuatro horas, y mucho más cómodo que hacer el trayecto en diligencia. Pero también era muy caro: viajar en la lujosa cámara de popa hasta los pies del Montjuich costaba 16 duros, una fortuna, y por hacerlo en la proa, con más ajetreo de mar, cobraban doce duros y medio. Pero así se inició el servicio de vapores, con ese “Balear” histórico que pronto tuvo hermanos gemelos que crearon una red de transporte de personas y mercancías entre toda la costa mediterránea española, el sur de Francia y las Islas Baleares. En solo quince años, el transporte marítimo apostó decididamente por el vapor. Justo a tiempo para la aplicación del mismo principio de tracción al ferrocarril.
La fuerza del vapor de agua generada por una caldera a la que se aplica fuego era conocida por todo el que usaba marmitas desde épocas antiguas. Romanos y griegos comprendieron las posibilidades de esa potencia, pero no la aplicaron de forma práctica. Hay que esperar al siglo XVIII para ver al inglés Thomas Newcomen creando una máquina de vapor funcional que movía un pistón con una finalidad práctica: aunque con muchas complicaciones, el artilugio se usó para extraer el agua de las galerías mineras.
James Watt, escocés, trabajó años después en la universidad de Glasgow donde, en 1764, cuando reparaba una máquina de Newcomen, aplicó el principio de usar depósitos diferenciados para agua caliente y fría, un sistema que se impuso para los usos prácticos de la máquina. Aplicada para bombear agua de las minas, la máquina de vapor empezó a imponerse en el ámbito industrial. En 1789, el ingeniero español Agustín Bethencourt, considerado el padre de la ingeniería española moderna, fue enviado a Inglaterra donde estudió las máquinas en uso a petición del Gabinete de Máquinas de la corte. Las minas de Almadén fueron las primeras en utilizar un avance que, sin embargo, no encontró continuadores en otros ámbitos hasta medio siglo después, en la sedería.
En cuanto a la aplicación de la caldera de vapor a los barcos, se cita como introductor al francés Jauffroy d’Albany, que construyó uno de cuarenta metros y lo hizo navegar en 1784. El inglés Fulton hizo navegar su prototipo por el Sena en 1803 y llevó la idea, en 1807, a los Estados Unidos, donde se impusieron pronto, en los grandes ríos, los buques anchos, de poco calado y grandes ruedas de paletas. En España, el primer buque de vapor que hizo el servicio entre Barcelona y Palma, “El Mallorquín”, empezó a navegar en enero de 1934. El sistema de tracción por paletas funcionó con comodidad en los ríos y en la navegación marítima de cabotaje; la travesía del Atlántico no se hizo hasta la botadura del “Great Western” en 1838, en coincidencia con la aplicación del principio de impulsión por caldera de vapor y hélices, que fue el sistema que se extendió en el curso de pocos años como más práctico y seguro.
Con todo, “El Balear” siguió frecuentando el puerto de Valencia en navegación de pasaje y carga. En 1840 fue el encargado de traer a puerto a la regente doña Cristina, acompañado de sus hijas, una de ellas la que sería reina Isabel II.
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