ANTONIO GASCÓ, CRONISTA OFICIAL DE CASTELLÓ
Anteayer, primer domingo de mayo, frente al ambiente de confinamiento que se padece, se celebró la fiesta de la Mare de Déu del Lledó. Ya en las jornadas anteriores, simplemente haciendo uso de las transmisiones televisivas y sin presencia de fieles, se llevaron a cabo los ceremoniales del triduo y hasta la nocturna serenata, con ese procedimiento que se ha puesto tan de moda en estos tiempos, de compartir actuaciones grabadas desde el comedor, o la terraza de la casa de uno. Bien haya, y ya no solo por mantener vivo el fervor religioso por la patrona de nuestro pueblo, al que me adhiero en mi condición de creyente y devoto, sino por la trascendencia histórica, al margen de la fe, que tiene la imagen.
Dejando aparte la legendaria troballa, lo que es evidente es que esa figurita de alabastro de casi siete centímetros, es la representación plástica de la Virgen María más antigua que se conoce en el mundo. Casi nada. Una talla que debió recibir culto desde el periodo tardorromano, por algún suceso de sugestión milagrosa que, de inmediato, la incipiente iglesia, cristianizó adjudicando a la diminuta escultura, la condición de representación de la Madre de Jesús. Esta acción no hacía sino perpetuar la política de los primeros concilios, que decretaron asimilar los cultos y devociones paganos, en beneficio propio. Ello hace pensar a los muchos historiadores locales que se han ocupado del tema, que la reverencia a la Lledonera ya debió de estar establecida antes de la invasión islámica, pues no se explican si no las palabras del consell de la Vila contestando a Pere Pujol, prior de la todopoderosa Cartuja de Vall de Christ, en 1405, respecto a que la administración del templo corre a cuenta del municipio «de temps de la conquesta ençà». La frase constituye la evidencia palmaria de una conciencia histórica de reverencia a la imagen, como mínimo, desde fechas anteriores al nacimiento de Castelló.