
FRANCISCO PÉREZ PUCHE, CRONISTA OFICIAL DE VALENCIA
“Aunque es verdad que el microscopio descubre agradablemente las cosas, con todo eso, si se consulta sin más ni más, tal vez desfigura las cosas…” En una de las cartas que conserva el Ayuntamiento de Valencia, Crisóstomo Martínez informa de sus métodos de trabajo, hora tras hora, poniendo huesos humanos, tejidos y médulas, bajo una potente lente de aumento. Crisóstomo Martínez no era médico, sino pintor. Pero se transformó con el tiempo en un magnífico grabador y en el mejor anatomista de su tiempo. Es el primer valenciano que habló del microscopio y lo manejó en su tarea investigadora. Pero no está claro si lo tuvo durante sus trabajos en Valencia, o más tarde, cuando se fue a París a estudiar anatomía, con los mejores especialistas del momento y con las herramientas más potentes que se conocían para aumentar a la visión los objetos más pequeños.
La vida de Martínez da para una novela y una serie de televisión hecha con medios. Pocas veces encontraremos un personaje como él, capaz de desafiar retos y peligros con tal de trabajar en lo que le apasionaba. El profesor López Piñero, el gran estudioso de la Medicina española y valenciana, dice que “ocupa un lugar de excepción en la medicina del último tercio del siglo XVII. Su obra anatómica fue la única contribución importante al saber morfológico realizada en España durante dicha centuria”. Un tiempo, hay que añadir, en el que España andaba sobrada de autos de fe de la Inquisición y de estrictos médicos galenistas que rechazaban cualquier innovación porque todo, pensaban, estaba ya estudiado, escrito y consagrado.
Cuando la peste de 1647 los médicos galenistas y los innovadores chocaron abiertamente, para empezar sobre la naturaleza de la enfermedad. Pero con el paso de los años, y pese al oscurantismo del reinado de Carlos II, el rey Hechizado, la Medicina valenciana, junto con las Matemáticas, dieron saltos de gran importancia, contra toda corriente. Por eso se habla del movimiento de los “Novatores”, de los innovadores, que permitieron que el mundo académico valenciano, su universidad, entrara en el siglo XVIII con los ojos más abiertos que el resto de España, algo más preparados para las luces de la Ilustración.
De Martínez hay pocas pistas personales, aunque el Ayuntamiento conserve el grueso de sus láminas y de sus escritos. Se sabe que nació en 1638, en una familia de sederos, y que se dedicó a la pintura, aunque no ha quedado ningún óleo o dibujo que se le pueda atribuir. Fuera del campo médico, solo se conserva de él un grabado precioso del proyecto del puerto que entonces se quería tener: un dique con escollera, terminado con un fuerte de vigilancia.
Pero en 1680 comenzó a trabajar en la realización de un Atlas Anatómico por encargo de la Universidad: huesos, músculos, órganos, articulaciones, empezaron a cobrar evidencia científica de la mano de un grabador excepcional. Un gran artista se convirtió en un anatomista de excepción, capaz de trasladar a los médicos toda la capacidad de observación que le proporcionaba un portentoso trabajo con los buriles… y con el escalpelo. Los humanos aparecían liberados de la piel para mostrar en las láminas de Martínez los músculos y su configuración articular, la portentosa armonía que hacía posible el movimiento de las extremidades y del tronco. Las manos y los pies se presentaban como una máquina, de conjugación perfecta, hecha por la naturaleza para correr o agarrar objetos. Pero faltaba más… Martínez necesitaba conocer lo que se estaba haciendo por el mundo en su campo de trabajo y para ello no había otro referente mejor que París.
En 1685, la Universidad y el Ayuntamiento pidieron permiso al rey para que el estudioso pudiera irse a París a trabajar con los mejores expertos. En la demanda, decían que le pagaban estancia y estudios; pero como Francia y España estaban en guerra, argumentaban que la calidad de las tintas, el papel y las técnicas del grabado eran insuperables en Francia, cosa por otra parte bastante cierta. La Corte se ablandó, y a pesar de la guerra, la respuesta fue positiva en poco más de un año: en 1687, Crisóstomo Martínez se instaló en el colegio parisino de Montaigne, para estudiosos de alto nivel, donde por ejemplo había estado el valenciano Luis Vives.
De los 18 grabados que se conservan, doce se prepararon en Valencia y los otros seis en París. Allí trabajó el grabador anatomista valenciano con los mejores de Francia y de Europa. Allí aprendió lo último en la técnica del grabado y la estampación, pero sobre todo lo más nuevo a la hora de preparar huesos, tejidos, cartílagos, músculos y tendones, en piezas de todo tamaño y presentación, para que resultasen bien visibles e iluminadas tras la lente del microscopio. “Esto requiere mucha maña y diversidad de huesos” –escribió Martínez, según relata López Piñero–. “Unos crudos, otros cocidos y otros secos o medio secos, y variedad de vidrios; esto es, unos que descubren una gran parte, con aumento y claridad fiel, para hacer capaz de lo total; después se examina una parte de esta parte con otro vidrio que aumenta más y así por grados hasta llegar a examinar con un microscopio muy fino una partecilla tenuísima…”
Crisóstomo Martínez trabajo de un modo extenuante. No es preciso imaginar que su trabajo de cocer, trocear y observar a la lupa restos humanos debió ser duro y poco agradable. Hasta que un día llamaron a la puerta de su habitación:
— En nombre del Rey de Francia, queda usted detenido por espía…
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