FRANCISCO PÉREZ PUCHE, CRONISTA OFICIAL DE VALENCIA
En la localidad de Vinalesa, en la Huerta del norte de la ciudad de Valencia, hay una enorme instalación, antes industrial, dedicada ahora a sede municipal y museo de la industria de la seda. Por uno de sus costados discurre la poderosa acequia de Moncada; y en la pared de puede encontrar fácilmente el lugar donde antiguamente instaba instalado el eje de una enorme rueda de paletas que daba movimiento a todo el ingenio industrial interno. En 1794, el botánico Cavanilles pasó por allí y se informó de todos los detalles de una instalación fabril modelo.
Cavanilles, que escribe “Bilanesa” como entonces se llamaba, dice que el pueblo “solamente tenía 35 casas a finales del siglo XVI, las que hoy llegan a 129, y sus frutos con corta diferencia son los mismos que en Bonrepós y Mirambell; pero la útil fábrica, introducida de unos 25 años a esta parte, ha dado nueva vida al pueblo, y ocupación a mucha gente”. Trabajaban, en efecto, cientos de mujeres de todas las edades. Y se ocupaban de atender a las máquinas de hilar y devanar más modernas que había en Europa en aquellos momentos. “Sirve aquella fábrica –escribe– para hilar, devanar y torcer de diferentes modos la seda, y prepararla para los usos correspondientes. Recibe el impulso general de las aguas que corren por la acequia, las cuales mueven una rueda de 104 palmos de diámetro, y ésta a varias máquinas distribuidas en salas espaciosas. Para el torcido se han dispuesto 22 máquinas, y en ellas 48 ruedas, moviendo cada rueda cuatro husos”.
La industria de la población huertana llevaba 25 años funcionando con privilegio real concedido en 1769. Aunque habitualmente no se sabe, Guillermo Reboul implantó en aquella industria el torno inventado por el francés Jacques de Vaucanson, una revolución tecnológica que hacía rico a quien podía aplicarla. Asociado a Joseph Lapayese, otro industrial francés que trabajaba en el círculo de innovadores de la Real Sociedad de Amigos del País de Valencia, hicieron que la prosperidad fluyera por los pueblos de la huerta en un trabajo que siendo penoso, era mil veces más confortable que el de las minas inglesas de carbón, donde se empleaban miles de mujeres y niños en aquellos tiempos industriales.
“Catorce de dichas máquinas sirven para torcer la seda a un cabo o hilo solamente, siete para torcerla a dos, y la última para tramas. En otra pieza hay también 22 máquinas, las 19 para devanar, y cada una pone en movimiento 36 madejas, que cuida con comodidad una sola muchacha; las tres restantes sirven para doblar, y ocupan seis mujeres, cuidando de treinta rodetes cada una, cuando en las máquinas ordinarias, llamadas vulgarmente rodines, una mujer no puede cuidar más que de un solo rodete”. Cavanilles quedó admirado: los promotores tenían una Escuela de aprendizaje del oficio de la hilatura, especial para niñas desde los once años.
En Vinalesa, millones de capullos de seda cultivados en las alquerías y barracas de la huerta eran cocidos en perolas calentadas por hornillos de carbón y leña. El hilo de seda se convertía en rodetes y madejas, torcida a un cabo primero y luego a dos mediante calentado al vapor. Las madejas eran la materia prima que alimentaba a los telares. La habilidad de Lapayese, unida a los ingeniosos inventos de Vaucanson dio como resultado calidad: los capullos eran perfectos y el hilo no salía tostado por el exceso de calor; tampoco solía tener las imperfecciones de hollín que muchas ves contagiaba a las perolas desde el hornillo que ardía debajo. Cuarenta mil libras de seda torcida al año fue una producción que admiró a todos los especialistas. “Cada torno de hilar se componía de 248 husos, de los cuales 168 estaban destinados a la torsión de la seda a un cabo y los 72 restantes para torcerla a dos cabos”, dice un estudio sobre la empresa que hizo Martínez Aloy.
Con todo, a esa industria modelo que se servía de la fuerza generada por la acequia de Moncada, le faltaba añadir la fuerza motriz del vapor. Y eso ocurrió muy pronto, según Pascual Madoz, gracias a los nuevos propietarios de la industria. “Mejoraron sus condiciones, en 1821, los señores Combe y Compañía, estableciendo en medio del hilador una caldera de vapor, para comunicar a las 80 que contenía el calórico necesario para esta operación, con lo que se perfeccionaron sus sedas extraordinariamente”. Las ochenta perolas de cocer y devanar capullos de seda ya no tenían sucios hornillos debajo. El agua caliente llegaba a ellas desde una caldera general, de modo que el hilo de seda no recibía impurezas y las docenas de operarias respiraban, de paso, algo mejor.
Alta y esbelta como un obelisco, la chimenea de ladrillo todavía sobresale en el perfil del pueblo de Vinalesa. Pero hacía falta un siguiente paso industrial: conseguir que el calor no solo calentara agua para las perolas sino que fuerza capaz de mover toda los tornos y husos de la hilatura.
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