FRANCISCO PÉREZ PUCHE, CRONISTA OFICIAL DE VALENCIA
La gente se venía afeitando con lo que podía: cuchillos, navajas, estiletes, hachas… En ocasiones el resultado era bastante atroz; si el instrumento no estaba bien afilado, si faltaba destreza en el manejo, podía haber cortes. En ocasiones uno quería afeitarse la cabeza pero le rebanaban un trozo de oreja sin querer.
En los tiempos clásicos, el barbero tenía una función plural; afeitaba pero también arrancaba muelas o hacía sangrías. Cirujanos y barberos eran dos gremios, por así decirlo, asociados a la salud por la sangre: uno a la mayor y otro a la menor. Ese peculiar casco con hendidura en el ala con el que pintan a don Quijote de la Mancha no era más que una bacía, una jofaina de barbero; que servía para afeitar pero sobre todo para recoger las babas y demás cuando se hacía una extracción, operación bastante dolorosa y cruenta. Los peculiares postes pintados con barras helicoidales de color azul, blanco y rojo son los distintivos, entonces obligatorios, que señalaban dónde estaba el establecimiento. Hay quien asegura que el rojo es por la sangre, el blanco por las vendas y el azul por las venas… Pero vaya usted a saber. Además del palo se podía poner una bacía, o un calderín de los usados para conservar las sanguijuelas de las sangrías.
El afeitado de la cabeza es muy antiguo, como el cuidado de las barbas y los bigotes. Esos reyes, príncipes y caballeros de peluca esponjada sobre los hombros ocultaban cabezas afeitadas. O cráneos en los que el pelo se caía a jirones a causa de la sífilis, una enfermedad muy antipática que obligaba también a esos maquillajes de polvos blancos de la época. Los ricos y los nobles tenían barberos y peluqueros particulares; los pobres se hacían afeitar muy de tarde en tarde; para la feria del pueblo o quizá, si se terciaba, para ir a misa los domingos.
Todas las culturas han tenido navajas de filo muy delicado, que perfeccionan el corte frotándolo con una tira de cuero. Pero una navaja era algo muy caro y profesional; un hombre podía tener una, heredada de su padre. Por eso los barberos trabajaban en la calle casi más que en establecimientos específicos; el suyo era un oficio popular y de charlatanería, un oficio también ambulante en el que el jabón, si existía, no era cosa refinada.
La burguesía del siglo XIX usaba una navaja elegante con cuero afilador pero prefería ir a las barberías, donde se cocían en su salsa todos los cotilleos de la política y se leía el periódico en comandita. Uno iba a afeitarse y a conocer las noticias. Había barberos en los ateneos y en los casinos, igual que había limpiabotas. Había especialistas en la poda y cuidado de barbas y bigotes.
Pero muy pronto el afeitado personal se fue haciendo engorroso para los más jóvenes, sobre todo a la hora de viajar. Demasiadas herramientas necesitadas de dosis de destreza y cuidado. ¿Por qué no simplificarlo todo? A finales del siglo XIX, en Estados Unidos, surgió la iniciativa de utilizar una hoja de acero de dos filos atenazada a un pequeño mango. El usuario no tendría riesgo de cortarse y el filo rasurador se podría deslizar por el rostro con eficacia, protegido también por pequeños vástagos.
En 1901 un caballero con bigote y bien afeitado fundó una empresa con la idea de mejorar las hojas de afeitar que se estaban empezando a utilizar sin mucho acierto. Se llamaba King Camp Gillete y había nacido en Winsconsin, en 1855. Su idea de una hojilla de acero muy flexible y afilada que pudiera responder a la curvatura de un aparato afeitador fue un éxito; el uso de la palabra Safety (Seguridad) como concepto de ventas, le granjeó magníficos resultados. En 1903, cuando logró abaratar los costes de su producto empezó a venderlo por millares y a hacerse rico. El modelo que creó y patentó en 1904 era perfecto; y solo podía utilizar las cuchillas fabricadas por el propio Gillette.
Los periódicos españoles insertaron anuncios muy pronto. “Nuevo Mundo”, en 1905, mostraba fotografías de la máquina, del estuche de hojas y de la caja que lo guardaba todo, fácil de llevar en un viaje. En pocos años, la maquinilla de afeitar se hizo popular y burguesa a un tiempo. Era, antes que nada, práctica y segura; ya no requería la pericia de un pulso firme, ni el mantenimiento del afilado con cuero y aceite. Cuando los dos filos se gastaban, se echaba mano de otra hojita.
Gillette, extraordinariamente rico en pocos años, llamó la atención del mundo por su sentido utópico de socialismo, expresado sobre todo a través de un libro, “Un mundo de todos”, en el que abogaba por una propiedad y un gobierno universal, como sus hojitas. Su enorme mansión en California, usada después como residencia de actores, escenario de películas o seminario religioso, es objeto ahora de visitas turísticas. La poderosísima empresa Gillette, que abarcaba otras marcas y productos, como Oral-B, Braun o Duracell (las pilas del conejito) fue comprada en 2005 por Procter & Gamble. Por 57.000 millones de dólares.
Fuente: https://fppuche.wordpress.com/