FRANCISCO PÉREZ PUCHE, CRONISTA OFICIAL DE VALENCIA
Casi todos los años, en el Almanaque de “Las Provincias”, se publicaba el “milacre” ganador del concurso que Lo Rat Penat ponía en pie entre los que se escribían para los altares de San Vicente Ferrer. En las actas de beatificación del dominico valenciano constan más de seiscientas acciones milagrosas realizadas a lo largo de sus predicaciones; pero tampoco era preciso que los escritores de “milacres” fueran especialmente rigurosos en la toma de los datos: la sencillez, la espontaneidad eran siempre el principal el encanto de las representaciones infantiles, donde la ingenuidad predominaba siempre sobre el rigor.
Un Almanaque elegido al azar de la estantería, el de 1972, nos ofrece una pieza de Pere Delmonte Hurtado que es ejemplar del género literario que cada año se pone en escena, en primavera, para la fiesta del Santo. “La Jueva d’Ecija” es la escenificación libre, libérrima pero encantadora, de un milagro que el predicador hizo en el pueblo andaluz en la persona de una mujer judía que, obviamente, se adhiere con fervor al cristianismo después de haber sido salvada de la muerte por el Pare Vicent cuando le cae encima una pared de piedra.
Con todo, entre los milagros del fraile valenciano abundan los que se remiten a la curación de muchos apestados o enfermos en peligro de muerte. Nacido solo dos años después de la peste que asoló Europa entera en 1348, Vicente Ferrer obedece a la cultura de una generación que estaba lógicamente impregnada de los efectos sociales de las pandemias. El dominico Vicente Ferrer es un predicador, muchas veces apocalíptico, que bebe en las fuentes de esa cultura, la que proclama el arrepentimiento de los pecados ante un final que puede llegar en cualquier momento, de manera rápida y artera, a causa de una enfermedad que se extiende como plaga.
“Els milacres de Sant Vicent” se mueven en un mundo infantil y están escritos para un público sencillo, que escucha las andanzas milagreras del santo en los retablos improvisados en la calle. El primero que se conserva impreso fue escrito para el altar de la calle del Mar y apareció en el “Diario de la Ciudad de Valencia” de 22 de abril de 1827. Se titula “La Font de Lliria” y recrea el conocido milagro que permite que el manantial del actual parque de San Vicente no se haya secado nunca ni en las peores carestías. Después vendrían muchos más: historias inocentes de vicio y virtud, hombres malos y en vicioso pecado, demonios exorcizados de mujeres rabiosas, niños que se paran en el aire antes de golpearse contra el suelo, bebés resucitados en las manos de madres llorosas… Y apestados que se levantan para caer rendidos a los pies del fraile que les da la bendición.
El que Pere Delmonte escribió en los primeros setenta se representó en el altar del Carmen y tiene en su cuadro de actores a todos los niños de las familias Romero y Borrego, vecinos de raigambre en el entorno de la plaza de Na Jordana, valencianos de hondas raíces dispuestos a unirse a todas las fiestas.
— Alça’t i no plores més. / Per la teua contricció / Déu te dóno el seu perdó / per bo i bondadós com es./
El predicador transmite el perdón a la arrepentida. La moraleja cae sobre los espectadores como lluvia en primavera. Y los vecinos del barrio aplauden, un año más, ante el evidente triunfo del bien sobre el mal. Este año, aunque no hay representaciones, hay más público que nunca esperando el milagro del gran Santo valenciano.
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