ANTONIO GASCÓ, CRONISTA OFICIAL DE CASTELLÓ
Tres años después del cacareado Motín de Esquilache, en el que se protestaba por la prohibición del uso de capas largas y sombreros anchos, el corregidor Nicolás del Río publicó en Castelló un decreto en esa línea, sobre buen gobierno, decoro personal y social, basado en la política reformista del ilustrado monarca Carlos III en el que anatemizaba la blasfemia, el no santificar las fiestas, absteniéndose del trabajo, los bailes deshonestos, las mujeres escandalosas, las serenatas fuera de las épocas establecidas, los embozos, los desafíos y el juego con apuestas. A la hora de decretar multas y castigos a los infractores, el gobernador no se anduvo «con chiquitas» pues aquellas llegaban a superar los 200 ducados o la pérdida de la mitad de los bienes, y éstos llevaban aparejado al infractor el destierro, la cárcel, las galeras o incluso «el clavar la lengua». Está claro que el rey pretendía, en su afán de modernización del país, establecer unos códigos de urbanidad, aunque fuera a base de un «aquí te pillo, aquí te mato».
Con todo, hay que decir que Carlos III fue un hombre con cierta sensibilidad y prueba de ello es que cuando en 1786, se declaró una fuerte epidemia de terciana, que obligó a la localidad a reclamar incluso la presencia del doctor Ignacio Rocafort, médico de la familia real, e hijo de Castelló, el monarca no solo proveyó la comparecencia del galeno, sino que envió una gran partida de quinina para mejorar la dolencia de los afectados. En otro orden de cosas, el 29 de marzo de 1774, a instancias de los menestrales castellonenses, informó favorablemente unas nuevas ordenanzas gremiales basadas en las precedentes, abolidas por su padre en el decreto de Nueva Planta. Sin duda, un rey con buen hacer para aquellos tiempos.