FRANCISCO PÉREZ PUCHE, CRONISTA OFICIAL DE VALENCIA
Todos lo estamos haciendo. Arreglamos armarios, repasamos papeles viejos, echamos mano a esos rincones donde abundan las cajitas, los llaveros inútiles, los folletos de electrodomésticos y una infinita cantidad de bolsas de plástico guardadas para no sé sabe qué…
Entre las tareas impuestas, ordenar las fotos es muy interesante. Se trata, por ejemplo, de pasar cientos de imágenes guardadas en discos dispersos al disco duro. Ordenarlas por años y por meses. Un año, el 2006, me ha entretenido horas imposibles durante cuatro días… Y es ahí donde me he encontrado, puñetera casualidad, con el viaje a China de aquel verano: el que empezó con una tormenta enorme sobre Pekín y una obligada demora del aterrizaje de casi una hora. Y con un comandante simpático, muy simpático, que tuvo a bien advertir que “el único problema, aparte del retraso, es que venimos volando 14 horas, directo desde Madrid, y no tenemos mucho combustible de reserva…”
El avión fue el primero en aterrizar en un aeropuerto con enormes charcos. Viajar a China en verano enseña que allí hay también una cultura de temporales veraniegos y que a los más malos les llaman tifones. De modo que, inundados todos los túneles que comunican con el aeropuerto, nuestro autobús se demoró bastante y el camino desde la terminal hasta el hotel lo hicimos de noche, entre las doce y la una, por una autopista exprés, de “segundo piso”, que en ocasiones tenía un tercer nivel encima. Y por un paisaje de industrias y polígonos cuajados de talleres, empresas y oficinas.
Es la primera lección, la vacuna. Es la visión de un país que no tiene horas. Era la hora de dormir pero por el camino pudimos ver fábricas, talleres, industrias donde el humo no cesaba y la actividad no se detenía. El guía explicó que sí, que se trabajaba por turnos, que trabajar de noche es normal en un país nacido para el trabajo, el esfuerzo colectivo y la producción de infinitas cosas en cantidades siempre infinitas. Millones de bolsos, millones de ventiladores, millones de pastillas, de televisores, de libros…
China es una continuada visión de la grandiosidad. Más que el grandioso Estados Unidos, más que la inacabable Argentina, China transmite la impresión de que el horizonte, geográfico y humano, es allí de otro tamaño. Todo es por miles o por millones, todo es imposible de contar… Como es su historia: en China se entiende enseguida la dimensión nueva de que todo lo hicieron mil o dos mil años antes que cualquier otra civilización del planeta: las cerámicas perfectas, las mayores bestialidades, los grandes logros, la perfección de la escritura y el arte, el refinamiento religioso… China se produjo a sí misma cuando los demás estábamos aprendiendo a juntas las letras.
Hice unas tres mil fotos durante doce días. Ahora he tenido ocasión de pensar y recordar mucho sobre aquel viaje a China. El país que no dudó en encerrar a 60 millones de personas, en una “pequeña” provincia, ante el asombro general. ¿Cómo hacen eso de un modo tan brutal y perfecto? ¿Cómo se cohíben tantas libertades, tantas necesidades, tantas urgencias? Una cosa que se aprende enseguida, yendo a China, es la disciplina y la obediencia ciega al poder. Excepto en tres o cuatro cuestiones: la espera a los peatones en los semáforos, los codazos en las colas y la bonita costumbre de escupir constantemente al suelo…
La cuarta observación, sobre los alimentos, nos la dio el guía antes de desembarcar en un hotel, desde luego de dos mil habitaciones: “Los chinos –dijo– comen todo lo que va por la tierra, excepto los ferrocarriles; todo lo que nada en el mar, salvo los submarinos, todo…”
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