FRANCISCO PÉREZ PUCHE, CRONISTA OFICIAL DE VALENCIA
La gente está inquieta, asustada y nerviosa a causa del coronavirus. Hay brotes de psicosis que asustan más que la enfermedad. Pero el caso es que, tras agotarse las mascarillas industriales diseñadas para limpiar cloacas y poner barrenos, la buena gente ya no sabe a qué recurrir. De modo que se están recibiendo con mucho entusiasmo las medidas que aplican algunos países europeos donde el ordenancismo y la reglamentación configuran la esencia social.
Qué interesante esa norma alemana de no darse la mano. Elimina el intercambio de bichos y evita perder el tiempo. Sobre todo si va acompañada de la prohibición italiana, que consiste en que las personas se quedan a un metro, como en el Japón antiguo, respetando lo que podríamos llamar la «burbuja de contacto». Otra regla que aplica Francia restringe a 5.000 personas los actos de masas. ¿Y qué tal 3.700?
La psicología social interpreta que uno se debe sentir mucho más seguro si el Estado se toma la molestia de lanzar un catálogo de prohibiciones. Estaría todo más claro. Si se prohibiera -qué se yo- fumar en público, mascar chicle, hurgarse los oídos, el español ya sabría lo principal: dónde está el culpable. Y entonces ese anarquista que todos llevamos dentro podría pasar a la fase siguiente; que consiste en hablar mal de un Estado que impone prohibiciones dictatoriales y, naturalmente, en incumplir toda regla emanada del poder. ¿Qué han prohibido comer higos chumbos? Vas a ver tú, hombre…
En esta crisis de histeria universal por el coronavirus, no puedo evitar divertirme a costa de algunas de las normas de prevención. Si tu llegas a un aeropuerto y te esperan unos mazas enmascarados con armadura de plástico que te toman la temperatura con un sensor, qué seguro te sientes ¿no es verdad? Si te prohíben abrazar a los niños, comer con los dedos, hurgarte la nariz o saludar con besos a las damas ¿cuánta seguridad añade el Estado protector a tus miedos? Aunque… siempre es poco ¿qué debo hacer en la intimidad del hogar?
El miedoso siempre desea apoyar su fragilidad personal en prohibiciones ajenas. Por eso estamos expectantes: ¿qué pasa con el fútbol? ¿Y qué hacemos con la mascletà? Nuestro peculiar modo de interpretar la libertad necesita un buen andador de reglas, normas y prohibiciones. ¿Estaríamos más seguros si en el ambulatorio hubiera largas colas para recoger mascarillas? ¿Y si se prohibieran las carpas falleras? Podríamos desentrañar, sobre todo -como en los accidentes de metro, como en las riadas, como con el cambio climático- quién es el maldito culpable de mi miedo. ¿Y si prohibiéramos las churrerías?.
Fuente: https://www.lasprovincias.es