ANTONIO GASCÓ, CRONISTA OFICIAL DE CASTELLÓ
Escribía en esta columna, la semana pasada, la noticia de la primera romería al Castell vell con motivo de la peste negra en 1375. Pues bien, en 1451 aparece en el cerro un ermitaño procedente del monasterio de Santes Creus quien, haciendo uso del más amplio y bajo aljibe de la derruida fortaleza, comienza a edificar una ermita a la advocación de Santa María Magdalena. Dos años estuvo trabajando el frare barbut, de nombre Antonio, sin concluir la obra emprendida, desapareciendo a renglón seguido. El consell municipal, que tenía especial afecto al lugar y que veía con simpatía la edificación del pequeño templo, escribe en 1453 al obispo de Tortosa y al arzobispo de Tarragona, solicitándoles indulgencias para recolectar dinero, a fin de poder terminar la capilla, ubicada situm quoddam castrum vulgariter nuncupatum lo Castell Vell, ad terram postratum. Y en la misma línea hace lo propio respecto al abad de Santes Creus, rogándole que hiciera volver al monje cuyo carisma auspiciaba la construcción.
El cisterciano acató la orden de su prior, volviendo a Castelló y rematando en 1456 la edificación. En esos momentos de crisis, la iglesita ubicada en la falda del decrépito castro iba a suponer un referente de religiosidad y fervor que acogió las romerías a causa de una nueva epidemia. De hecho, la pequeña ermita se convirtió con el tiempo en un icono de historia, tradición y fe de la ciudad. En 1455 otro monje, Juan Cocorella, construye el pórtico carpanel y posteriormente, en 1476, la celda para el ermitaño y un establo para las caballerías, pues este año hubo grandes lluvias. Es evidente que se buscaba cada vez una mayor comodidad, lo cual es indicio de que la iglesita era bastante frecuentada.