JOSÉ SALVADOR MURGUI, CRONISTA OFICIAL DE CASINOS
Una experiencia especial: Del Castillo al Campo santo, y
la Cascada esbelta.
Sigo por la carretera que une Casinos con Chelva, la antigua
comarcal 234, hoy la CV 35, dejando atrás Verche y Loriguilla. Aparece ante mi
vista el desvío con un indicador que anuncia, Domeño. Entro por aquellas pistas de tierra, entre
asfalto, zahorra y piedras sueltas, y me
voy adentrando en busca del destino “Castillo y Cementerio.”
La curiosidad me arrastra entre piedras de diferentes
tonalidades, es un recorrido muy generoso para la vista, recreas la imaginación
mientras intentas descubrir ese mundo totalmente inédito y desconocido. Poco a poco llegas a lo alto del cerro, entre
piedras que coronan y hacen de soportales de la montaña, bajo un cielo azul sin
una niebla que lo empaña, y almendros en flor que contrastan con las ramas
secas. Así llego hasta arriba.
EL CASTILLO. Me sitúo en una planicie a sus pies, hay
opiniones de historiadores afirmando que
en la época visigoda, tan sólo se conoce
que el territorio perteneció a la demarcación del rey Wamba con sede en Domeño
(Dominium).
Otros, consideran que el Castillo puede ser de origen
musulmán, teniendo una posición de auténtico control por su estratégica
situación, todo el tráfico desde Valencia a las poblaciones de la Serranía
pasaba bajo su mirada.
Este castillo pudo
ser abandonado tras de la Reconquista, quizás fuera rehabilitado en 1839 durante la Primera
Guerra Carlista por el general isabelino Aspiroz. Esta mañana al encontrarme
con el de frente, lo ví en estado
ruinoso, desde abajo pude contemplar el
recinto, que se adapta la topografía del terreno en el que se encuentra,
es ligeramente alargado, rectangular, separado del suelo por una notable
altura.
Recorrí algunas sendas marcadas y limitadas por arbustos. Es
una zona perfecta para hacer senderismo, están las balizas identificadas con
los códigos QR, siendo una ruta botánica rica en fauna y flora, sorprendente en
cuanto a la naturaleza, colores de las piedras y arenas que cubren el
espacio. La mente mientas contempla ese
espacio se recrea en los pensamientos de aquellas persona que hace más o menos
cincuenta años tuvieron que ir a otra tierra.
Me vino a la mente, una de las letras de una canción escrita
hace muchos años por Vicente Morales de la Familia “Brotes de Olivo”, que
también está celebrando este año su aniversario y entre otras cosas nos dice:
“Dejé mis lugares queridos, dejé cuanto me ata a lo humano: padres, tierras y
heredad, marché a mundos lejanos…” en este caso, los mundos eran nuevos, no
lejanos, pero si encerraban una marcha, un despido y también con el paso
del tiempo un olvido.
Desde arriba, se contempla la huerta, el río Turia que
penetra en el término por el oeste y le afluye cerca del pueblo el río de
Chelva. Todo está cercado por los dos ríos que confluyen al pie de la montaña
por cuyas faltas se encontraba el casco urbano.
Los puentes nuevos, las pequeñas cascadas de agua, los barrancos del
Lobo, de los Diablos, de la Cueva de la Mora y de la Marta, son junto a la leña, arbustos y pinos, lo que
configura la geografía del viejo Domeño.
EL CEMENTERIO.
“Mirando la eternidad”. Sigo el camino, pensando cómo serían aquellos
entierros, sin funerarias, en plena montaña, con ese aroma intenso de romero…
pensaba en los momentos dolorosos de los sepelios de la antigüedad, cuando se
celebraban los enterramientos atendiendo a categorías de primera, segunda,
tercera, o aquellos que eran “por amor de Dios…” y seguía adentrándome en cómo sería el traslado
de los difuntos por aquellas montañas…
Los vistosos cipreses anuncian el Campo santo. Ellos siguen
firmes, altos y frondosos, longevos y de hoja perenne, adaptados a la
temperatura y siempre manteniendo su
forma y color verde intenso. El ciprés
me saluda, me invita a entrar en aquel recinto de dintel sin puerta,
donde se hacinan los sepulcros abiertos,
entre escasos restos de inscripciones, o nichos sin lápida. La hierba cubre el
suelo, alguna piedra yace en el mismo, las paredes de piedra marcan la
dimensión del recinto, y el silencio entremezclado con el abandono, inducen
a la meditación sobre el sentido de la
vida, el respeto a la muerte y la esperanza en la vida eterna.
Ese cementerio, es una puerta abierta a la eternidad, es el lugar perfecto para descansar en paz.
Los que en la antigüedad diseñaron la ubicación del Campo santo del viejo Domeño, seguramente pensaron
que desde allí los vecinos que esperaban la resurrección podrían con rapidez
abrazar la Santa Cruz, cuyo patronazgo celebra el pueblo en mayo. La luz del
sol se centra en el entorno, las montañas y las tierras de colores saludan el
recinto, el espacio cerrado que a su vez
está totalmente abierto, te invita a recordar, pensar, entender que aquí solo
estamos de paso.
Recordé la última estrofa escrita por Jorge Manrique en las
“Coplas por la muerte de su padre” que nos dice: “Así, con tal entender, todos
sentidos humanos conservados, cercado de su mujer, y de sus hijos y hermanos y
criados, dio el alma a quien se la dio, el cual la ponga en el cielo y en su
gloria, y aunque la vida perdió, dejónos harto consuelo su memoria.” El
consuelo es la memoria de aquellos que nos precedieron en vida y que no debemos
olvidar.
LA CASCADA. Una barra con la señal de prohibición no deja
pasar vehículos. Andando bajo el sol, con la música del canto de las aves, te
recibe la cascada que hace saltar el
agua desde más de treinta metros de
altura. Las limpias aguas que vierte el
aliviadero del contraemblase de Loriguilla llegan al rio Turia, pudiendo
contemplar desde lo alto, la velocidad, frescura, transparencia y belleza del
agua pura que enriquece de una forma natural lo que fue el histórico Domeño.
Un recorrido especial.