AYORA, DEL CEREAL A LOS CERDOS

MIGUEL APARICI NAVARRO CRONISTA OFICIAL DE CORTES DE PALLÁS

Mi amor incondicional hacia ‘La Valle’ data de principios de los años 80; captado con la etnología de ‘Gente del Valle de Ayora’, de María Ángeles Arazo”, y el estudio de sus pinturas rupestres elaborado por José Aparicio Pérez.

Uno de los términos municipales -el ayorino- más extensos de las tierras valencianas, se mantenía como en los tiempos del botánico Cavanilles.

Aún no habían hecho efecto en el precio de las carnicerías ni en las parcelas de manantial de las huertas de El Llano, los multisueldos que escanció la Central Nuclear desde el norte comarcal.

Todavía primaban la procesión de la Semana Santa y sus preciosas reliquias, con ascenso al mismo castillo que poseyó Mencía de Mendoza, y eran párrocos D. Miguel Díaz y D. José Verdeguer; con la Arciprestal tardo-ojival de bóveda por destapar. Y Vicente Pons Alós andaba entre su rico archivo eclesiástico, salvado de la incivil guerra, preparando las notas para su catálogo.

La entrada de los toros corría por la calle ‘empedrá’, hacia la barriada de San José; antes de que ‘Pepe, El de la Imprenta’ (José Martínez Sevilla), la relatara en el día más triste de la villa de Ayora, coincidiendo -muchos lo ignoraron- con la ‘pantaná’ de Tous.

Pedro Cámara disfrutaba de su chalet-estudio de pintor de campos de histórico azafrán, entre la población y la pintoresca ermita del Rosario, y Luis B. Lluch Garín había hecho, del grandísimo número de ermitorios locales dispersos, un majestuoso volumen.

Y donde comenzaba la pintoresca carretera hacia la vecina y manchega Carcelén, Murcia, Piqueras y Martínez (MURPIMAR) construirían un hotelito con gran discoteca y piscina; que iba a ser la delicia de vecinos y transeúntes.

Al extremo de la salida hacia Almansa, a la sombra de la preciosa cruz gótica cubierta, una de las riquezas locales -que testimonia un prehistórico subido a panal, en la hermanastra Bicorp-, ya estaba en marcha ANA; las amplias naves de la Asociación Nacional de Apicultores, que lideraban la miel española.

Y poco más…

Había ardido la sierra ayorina (1979), pero aún no se habían vallado miles de hectáreas por inversiones cinegéticas, ni habían venido los ‘molinillos’ eólico-eléctricos a colonizar las cumbres de la Sierra del Boquerón o de los lomos del paso de la carretera hacia la trasmontana Enguera; la de los autobuses de ‘Chambitos’, hacia el mercado transcomarcal de Xátiva.

Ni Meca, el magno poblado ibérico de los aljibes como trinquetes, había sido excavado por la Universidad; ni incluido en la ruta de la recreación íbera (de Chelo Mata y Helena Bonet), que se arquea desde la mogentina Bastida de les Alcusses hasta el olocauense Puntal dels Llops, pasando por la caudetana Kelín.

Ayora cobijaba a su hijastra Zarra, antes de ser ésta solar residencial predilecto de anglosajones escapados de Benidorm; río Vinalopó arriba. Antes de que clamara al cielo el proyecto -allí, junto a sus preciadas cerezas-, de un cementerio de residuos nucleares. Mientras quedaba, también a tiro de piedra, el caserío con ‘terraos’ mirando al mediodía de Teresa; que tanto impresionó a unos técnicos de la UNESCO (Ruiz de Assín Courcelles, dixit).

Pero era en el tramo rectilíneo de la N-330 (la «de Cartagena y Murcia a Francia por Zaragoza»), donde quedaba la parte más hermosa de la lejana capital del (La) Valle. El kilométrico recorrido vehicular que enlazaba con la zapatera, albaceteña y batalladora Almansa y de la vecina, también, Cueva de la Vieja de Alpera; anexa al esquinero Pico Palomera, que mira desde los 1.250 metros de su altura.

Amplísima hondonada donde las tierras valencianas nace por Poniente. En el fondo de un ancho anticlinal ibérico desventrado. Con una inicial cuenca endorréica, sin salida de aguas, que configura el predio de la aldea de San Benito; de ermita, ganadería y corraladas con estándar mancheguil. Al pie de la gigantesca y solitaria Sierra del Mugrón. A cuya Cueva Negra viniera el arqueólogo francés abate Breuil, a encontrar en su fondo una fosilizada manada de lobos.

Vasta planicie cerealista (antes de conseguir, con el riego por aspersión, maizales y frutales y picotearla de viruela los linderos chalets de los almanseños), cuyo verdor daba gracias a Dios en primavera. Pero que podía quedar inundada, infectada de fiebres, por abundantes lluvias sin salidas tras las grandes tormentas.

De ahí que el ilustrado Cavanilles, al paso, recomendara excavar una profunda y varias veces kilométrica mina -con pozos respiraderos- para desecar sus aguas paralizadas hasta la Rambla de Gracia; origen del río Reconque o Cantabán, que drena el suroeste de la provincia desde la aplanada meseta al encajonado Júcar.

Bosques (quemados), secanos (abandonados), huertecillas edificadas por ‘nuevos ricos’ nucleares, vastos cotos acaparados, cielos aspados de ventiladores eléctricos… y despoblamiento.

Intento de colonización por residentes centroeuropeos, residuos del proyecto de Central y, ahora, polémica servida para la instalación de macro-granjas de ¡cerdos!; por sus discutidos purines freático-contaminantes.

¡Ayora, Ayora…! «¿Hay hora…?»; que decían las mujeres, con cántaro, al tomar turno en las frescas fuentes del lugar.

Fuente: https://www.lasprovincias.es