ARTURO CHECA
El domingo 13 de octubre de 1957, la capital del Turia bostezaba bajo un techo plomizo, entre sus 35 semáforos y apenas cuatro gotas caídas del cielo. Los valencianos se debatían entre la sesión final de ‘El último cuplé’ en los cines Lys, un clasicazo como ‘Sissi emperatriz’ en el Goya o la trepidante ‘Duelo en la Jungla’ del Capitol. Otros pasaban el rato en cafés y plazas leyendo la prensa, deleitándose con la primera foto publicada del ‘Sputnik’, el satélite soviético que resultaba ser poco más que una bola de metal con tres antenas. No pocos oían al Valencia por la radio, de partido en San Sebastián, o al Levante en vivo en el estadio de Vallejo. Los hay que preferían ahorrar para visitar al día siguiente las eternas rebajas de almacenes Gay y hacerse con unas medias cortas de nylon a 27,50 pesetas o cuatro cacerolas a 75 pesetas. O soñar con ser uno de los 200 valencianos apuntados en lista de espera para comprarse un lujoso Seat 600.
Mientras Valencia languidecía de ocio y ‘bon vivant’ (pese a la pobreza extendida de la época), en el interior de la provincia, aguas arriba del preciado río Turia, se gestaba un monstruo de agua, barro, cañas, destrucción y muerte.
«Señor gobernador: llamo para informarle de que el río viene muy fuerte. Se está saliendo sobre las huertas, llega a la población y tiene una furia nunca vista. Esto es grave. En unas horas tendrán en Valencia una gran riada». Fue una de las primeras llamadas de alerta recibidas en el Gobierno Civil, como recoge ‘Hasta aquí llegó la riada’, espectacular libro del periodista y CRONISTA DE VALENCIA, FRANCISCO PÉREZ PUCHE (Associació de Cronistes Oficials del Regne de València). En Valencia capital apenas había llovido, pero hacía más de 30 horas que diluviaba en Llíria, Picassent, Alcublas, Tuéjar o Chelva. Hasta 500 litros por metro cuadrado. El Camp de Turia alimentaba en silencio al gigante de agua y barro que en la madrugada del 14 de octubre de 1957 barrió la ciudad de Valencia.
En una época con 50.000 teléfonos en la urbe, sin la inmediatez de hoy de las redes sociales y la celeridad del ‘whatsapp’, el infierno se echó encima sin que nadie pudiera alertar ni evitarlo. Las crónicas de la época recogen una vivencia que plasma a la perfección lo que sufrieron los valencianos. Sitúense en el cruce del puente de Aragón con la Gran Vía y Jacinto Benavente. Pasan unos minutos de las 12 de la noche. 14 de octubre de 1957. Imagínense en la piel del vigilante de la Torre del Turia, en obras. «Oyó una especie de ronco rumor en la calle y se asomó preocupado. La encrucijada estaba oscura y solitaria. Su sospecha se hizo mayor cuando olfateó en el aire un rastro inconfundible de humedad», relata ‘Hasta aquí llegó la riada’. El guardia bajó a la calle, se acercó al pretil y avanzó las manos hacía el vacío. «En cuanto sus dedos sobrepasaron el borde de la piedra tallada, el frío del agua le dijo lo que los ojos vislumbraban, los oídos delataban y el corazón temía». Con el río Turia rugiendo ya a pie de calle, «retrocedió con espanto un par de metros», justo cuando la primera ola del titán de agua y barro lamió Jacinto Benavente.
El gráfico de la siguiente página muestra cómo la riada avanzó voraz por Campanar, Nou Moles, avenida de Burjassot, plaza del Ayuntamiento, Carmen, Monteolivete, Alameda, Ensanche… En lo que hoy es el complejo administrativo Nou d’Octubre, entonces la cárcel modelo, un lugar de castigo se tornó en espacio de vida para los 124 adultos y niños que encontraron refugio tras sus muros, muchos ayudados por los presos a subir con cuerdas. Se fue la luz. Se quedó la ciudad sin agua. Y los puentes de Campanar y de Exposición volaron como si fueran de papel. Como castillos de naipes fueron arrastradas 80 chabolas levantadas junto al puente de San José.
Cuando estén junto a la pasarela piensen que allí vivía un matrimonio con tres niños. Intentaron huir con un carro. Y llegó la gran riada. Los padres, desesperados, trataron de agarrar a los pequeños. Jamás se volvió a saber de ellos. El matrimonio se salvó abrazado a uno de los bolos de piedra que aún hoy luce el pretil. Desde las dos de la madrugada a las diez de la mañana. Diez horas de angustia imposibles de imaginar. Sólo tres de las decenas de víctimas hasta alcanzar la fatídica cifra de 81 muertos. El infierno se vivió en Nazaret. Las lenguas de agua, barro, troncos, muebles, piedras y matorrales dejaron allí la mayoría de fallecidos. La riada arrasó el cementerio del Grao y el drama alcanzó sus instantes más dantescos con ataudes arrancados de sus lápidas, víctimas del agua mezcladas con cuerpos de difuntos.
La tragedia de los Ventura
Si pasean por las primeras calles pares de la avenida del Puerto, a la altura del Valencia Palace, imaginen la tragedia en lo que era la calle Peñarrocha. Sobre una cama, mientras el agua subía en su habitación, murieron los hermanos Manuel y José Sierra Ventura (de seis y tres años) y su primo Francisco Ventura (tres años). Con su madre a unos metros. «No pudo reunirse con los otros. Con la criatura en brazos (su hijo pequeño) se sujetó a una verja para que el agua no la tirase. A través de un tabique oía cómo los otros niños la llamaban. Le pedían que fuera. Los vecinos los escuchaban sin poder auxiliarles. La madre repetía una y otra vez: ‘¡Tapaos la boca!’», cuenta la periodista María Ángeles Arazo.
El agua llenó los fosos de las Torres de Serrano como si fuera la Edad Media. Las callejuelas del barrio del Carmense convirtieron en «una Venecia con puertas metálicas reventadas y aparadores flotantes». La calle de Alboraya se hizo literalmente navegable y el agua rodeó los jardines de Viveros. Las ramas se agolparon una tras otra en la férrea verja del conocido parque de la capital hasta que «se dobló como hojalata».
Fuente: http://www.lasprovincias.es