ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
De niño siempre me llamaba la atención cuando se iba a iniciar el curso escolar, el ver la llegada de automóviles que llevaban en la baca un colchón y alguna maleta. Los pasajeros como si de una ‘huelga’ veraniega se tratara eran alumnos internos del Colegio Santo Domingo en compañía de sus padres, que iban a depositarlos a la custodia de los jesuitas, y después a la de sacerdotes diocesanos cuando pasó dicho centro a la tutela definitiva del Obispado Diócesis. Pero vamos a recordar a los alumnos en la época de la Compañía de Jesús, cuyas estrictas normas de disciplina rayaban en un ambiente militarizado.
Así, los alumnos se agrupaban en brigadas, en las que según el aprovechamiento y disciplina como premio se les otorgaban las distinciones de emperador, príncipe, abanderado, edil, censor, secretario, académico, tribuno, decurión y jefe de filas. Por otro lado, en las clases se practicaba el enfrentamiento intelectual entre los alumnos, a base de dos bando (Roma y Cartago), creando una excesiva competitividad, que para muchos era frustrante, por verse siempre señalado por su torpeza. Se seguía el sistema de puntos que te iban descontando según cometieras faltas, sufriendo siempre porque no te pusieran una línea roja en los boletines. La rigidez se materializaba en las dos filas en silencio en los desplazamientos por el colegio, los duros castigos físicos por impuntualidad, e incluso el dejarte sin poder ir a tu casa a comer, manteniéndote en ayunas hasta la hora de salida por la tarde. No exagero, conozco algún caso de ello, e incluso más de una vez me elevaron dos o tres dedos del suelo estirándome de las patillas, o mi cara recibió algún que otro bofetón, a mi opinión por travesuras propias de un niño que cursaba el ingreso de Bachillerato.
Pero, todo ello quedaba justificado implícitamente en el prospecto de Reglamento, cuando se decía que el fin del colegio era «dar a sus alumnos una formación sólida y completa en la vida y costumbres cristianas, junto con una esmerada educación intelectual, social y física, que les haga el día de mañana católicos de verdad, ciudadanos dignos de su Patria, e hijos que sean honra y apoyos de sus padres».
Suponemos que todo aquello referente a castigos, como algunos actos humillantes, o el triste ambiente de los dormitorios de los internos debieron dejar marcado al novelista Gabriel Miró. Él mismo, en marzo de 1927, en un texto autógrafo narraba que su primera obra literaria fue a los diez años, con una descripción de «un día en el campo», como texto de examen de su tercer año de estudios con los jesuitas de Orihuela. El texto debió de satisfacer a los examinadores, ya que fue premiado con una medalla de plata. Sin embargo, al curso siguiente, el padre Burriel, haciendo referencia a dicho texto, le espetó que no se vanagloriara puesto que el premio se lo habían dado por equivocación. Desde 1887 a 1892, junto con su hermano fue alumno interno en el colegio, que después en sus novelas olecenses denominó como el Jesús, no dejando en ellas, ‘Nuestro Padre San Daniel’ (1921) y ‘El obispo leproso’ (1926) en buen lugar a los Hijos de San Ignacio. Algo que éstos nunca le admitieron.
Sin embargo, otro escritor alumno de los jesuitas, que tampoco fue muy del agrado de éstos, es el cartagenero Joaquín Belda Carreras, cuya producción cae dentro de lo humorístico y lo pornográfico. De todas sus obras, la que es más posible que ofendiera a sus maestros es la novela corta ‘Los Nietos de San Ignacio’, publicada en junio de 1916. En ella, se centra en el Colegio de Santo Domingo, trastocando Orihuela por Hortichuela, y lo mismo habla de algún hermano jesuita que había ingresado en la Compañía de Jesús por el plato de lentejas, o de otro padre que se beneficiaba en el sentido carnal de una confitera, o de aquél que se ensañaba sádicamente martirizando a los alumnos más débiles y enfermizos, o de los «muchachos, llena la retina de la imagen de Mariquita (hermana de uno de los compañeros), se encerraban por la noche en las soledades de su camarilla daban rienda suelta a las manos por las proximidades de los respectivos imperativos categóricos». Belda llega a calificar los ejercicios de San Ignacio como «el reinado de las sombras y las agonías». Años después, con motivo del quincuagésimo aniversario de la fundación del Colegio Santo Domingo, el autor de ‘La Coquito’ y ‘Aquellos polvos…’ , regresó a Orihuela para participar en las fiestas jubilares organizadas para conmemorar tal efemérides. Recordaba que había pasado entre sus muros y bajo sus artesonados desde los siete a los catorce años, y rememoraba a algunos jesuitas de su época, entre ellos al padre Vicente Hernández, que en su época había sido profesor de Filosofía.
Quiso el novelista, antes de nada entrevistarse con él, y al estar frente a frente, el jesuita lo agarró de las orejas, tirando de ellas con cierta intensidad, diciéndole: «Hace mucho tiempo que tenía ganas de hacerte esto. Ya sabes tú por lo que es». Joaquín Belda reconoció que ese tirón de orejas le supo bien, y que valía la pena después de su trayectoria recibir «aquel castigo tan pintoresco». Después, jesuita y novelista, mantuvieron una conversación de hora y media, y todo fue como el regresar al redil. Prueba de ello, fue su posterior narración ‘Las bodas de oro de mi Colegio’, publicada en febrero de 1923.
Todo ello, siempre me ha venido al recuerdo cuando la imagen de aquellos automóviles, llevando en la baca un colchón y alguna maleta aparecían en mi mente que, incluso, en los años escolares de Gabriel Miró y Joaquín Belda, además portarían una cama de hierro, según el modelo del Colegio.
Fuente: http://www.laverdad.es