ECHANDO IMAGINACIÓN

ECHANDO IMAGINACIÓN

Joseph Claramunt, canónigo (detalle). Biblioteca Pública Fernando de Loazes.

ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA

A lo largo de la historia, el hombre para poder subsistir ha tenido que recurrir innumerables veces a la imaginación e incluso a la picaresca. Ahora, tal vez, más que nunca la juventud tiene que ingeniárselas para subsistir en esta época que le ha tocado vivir, y en la que cualquier idea que se tenga, por pequeña que sea siempre es válida. He tenido la suerte de haber conocido a dos o tres compañeros que sin presumir eran geniales inventores, los cuales siempre se encontraban con el mismo problema: la financiación para fabricar y patentar los prototipos. Lo cierto es que, en alguna ocasión, consiguieron llevarlos a la práctica, pero luego, falló la fabricación o se vieron engañados por el financiador del proyecto. Actualmente, existe un sector de la juventud que con el sencillo nombre de ‘jóvenes emprendedores’ son capaces de abrir su empresa a pesar de los pocos años, pues por lo general no rebasan los veinticinco, teniendo que luchar con algunos sectores empresariales y sociales que no terminan por tomarlos en serio, así como debiendo superar las dificultades propias de abrirse camino, introduciéndose en un sector muchas veces nuevo para ellos, presentándose a concursos e informándose exhaustivamente sobre el mismo.

Recuerdo a uno de aquellos inventores que decía arriba, que siempre me recordaba que la mejor forma de memorizar algo, era escribiéndolo, sabiendo siempre dónde se había dejado la nota. Pues, en caso contrario, no servía para nada. Al tratar sobre este ejercicio práctico memorístico me viene a la cabeza un descubrimiento, pues así podríamos decirlo, en una de las muchas veces en que me he visto sumido con legajos. Debía de estar buscando documentación, no recuerdo bien si para la edición facsímil que publiqué sobre el ‘Sermón de las Gloriosas Vírgenes y Mártires Justa y Rufina’ de 1617, del agustino oriolano fray Francisco Gregorio Arques, o sobre la también edición facsímil del oriolano Francisco Martínez Paterna, ‘Breve Tratado de la Fundación y Antigüedad de la Ciudad de Orihuela’, de 1612, que vieron la luz en 1983 y 1984, respectivamente. Lo cierto es que, entre las sorpresas que te llevas a veces durante el proceso investigador, manejando en el Archivo Histórico de Orihuela, el ‘Libro de Curia Eclesiástica’ de 1625, entre los folios 224 y 225, me tropecé con una receta para hacer de «una quarta de buen vino blanco tinta fina». Nos podemos preguntar el porqué se encontraba esta receta allí, y podemos respondernos que, tal vez, porque era el lugar dónde debía de conservarse como recordatorio, ya que el libro en cuestión pertenecía al hijosdalgo infanzón y escribano de la Curia Episcopal, Baltasar Voltes Pérez. Al cual le serviría de recordatorio para saber en todo momento como podía y debía fabricar su propia tinta, algo usual en esa época, así como para recordar su costo. Y, ningún sitio mejor para conservarla que, el lugar donde la había puesto entre las páginas de su libro.

En 1983, en el ‘Boletín Informativo’ de mi colegio profesional ya me referí a esta receta. Pero creo que, después de treinta y dos años, puede ser un buen momento para recordarla.

Las materias primas que se utilizaban, eran agallas procedentes de Valencia, que no son otra cosa que excrecencias redondas que se forman en algunos árboles por la picadura de ciertos insectos al depositar los huevos, y que hacen la tinta negra; caparros o caparrosa, que es una sal compuesta de ácido sulfúrico y cobre o hierro, y que facilita la obtención de una tinta negra fina; goma arábiga, que da buen lustre a la tinta, y a la que se solía añadir corteza de granada, probablemente por la persistencia de su mancha; ‘sumanch’ o zumaque que tiene gran contenido de tanino, que como sabemos es astringente; «buen vino blanco», sin especificar denominación de origen ni marca, aunque suponemos que sería del terreno. Los útiles muy rudimentarios a emplear eran: tres ollas (una de ellas de mayor tamaño), un palo de higuera, un paño tupido y una bota, para conservar la tinta.

La receta quedaba de la siguiente forma: en primer lugar se tomaban seis onzas de agallas pequeñas, arrugadas y de buen peso, fraccionadas en pedazos gruesos. Se ponían a remojo en una olla con la tercera parte del vino, en un lugar donde le diera el sol durante cinco días. A continuación, se molían seis onzas de caparros y una vez pulverizados se situaban en otra olla con la segunda parte del vino, poniéndola los mismos días al sol. Tras ello, se cogían tres onzas de goma arábiga bien molida, y se introducían en una tercera olla con el resto del vino, dejándola otros tantos días al sol. Al cabo de los días indicados, se tomaba la olla (que era la de mayor tamaño) que contenía las agallas y se ponía a fuego «manço» durante un cuarto de hora. Después se le añadirá el vino con el caparros y el que contenía la goma arábiga. Una vez todo mezclado, se removía con un palo de higuera. Una vez fría la mezcla se filtraba a través de un paño espeso y se deposita en una bota, que se debía conservar una bodega o lugar fresco. Cuando la olla estaba al fuego se le podía añadir unos pedazos de corteza de granada y un puñado de «sumach que tienen los cortidores». Asimismo, se indicaba que el proceso de fabricación se podía efectuar o bien al sol, o a la sombra dentro de la casa. El costo de una cuarta de tinta fabricada siguiendo este proceso era de 4 reales 9 dineros.

La verdad era que había que echarle imaginación, pues esto de transformar el vino en tinta, era algo así como un proceso alquimista, del que deben saber mucho aquellos sufridos inventores, y mucho más estos nuevos jóvenes emprendedores para salir adelante.

Fuente: http://www.laverdad.es